12.6.07

La hospitalización




Transcurridas dos horas de que pasara el anestesiante efecto de la morfina, durante las que debí esperar muerto de frío en un pasillo anexo a urgencias a que se encontrara una habitación en la cual poder reposar al fin mi personal dolor y abatimiento, fui vuelto a incomodar para ser trasladado a un cuarto compartido por otros dos condenados a enfrentar los rigores y disciplina militares de lo que sería mi poco acogedora morada durante una interminable semana en la que ni siquiera pude fumar o recrearme con la vista de cosa distinta a un par de buitrones pertenecientes a la cocina, y un par de dependencias anexas.

Agotado por el trajín de la agitada noche, comenzaba a quedar dormido, cuando, al procurar reclinar mejor mi cabeza, aparece de repente ante mi torpe vista de recién descubierta miopía, a buena hora desprovista de sus gafas, el brumoso aunque repulsivo espectáculo del torso y nalgas de un hombre completamente en viringa, aprestándose para tomar un baño a la inverosímil hora de lo que calculaba, debían ser algo así como las tres de la mañana.

La cadena de absurdas circunstancias que se habían desatado no bien fui atropellado, no podía tratarse, sin duda alguna posible, más que de la terrible puesta en práctica de una confabulación sideral a gran escala, destinada a ensañarse contra mi pobre y agotada humanidad, que inútilmente procuraba por mantenerse preparada y atenta ante cualquier nueva eventualidad.
Bien lo había anticipado el horóscopo previsto para aquél aciago día, al que en mi afán por tomarme un par de tragos desoí torpemente. “Muchacho no salgas” alcanzó a advertir también Mamá; más yo hice un gesto y heme ahí, vencido por el sueño y a punto de perder mi honor y virilidad, a manos de vaya a saberse qué oscuro tipo de extravagante psicópata.

Cansado como estaba, procuré voltear todo mi cuerpo y acomodar de nuevo el píe en busca de procurarme una perspectiva menos desalentadora, haciendo ingentes esfuerzos por dejar muy bien cubierta una si bien es cierto muy poco agraciada retaguardia, magra y pálida, que sin embargo bien podría servir a que la ocasión hiciera al violador, provocando otro desagradable episodio del cual no poder lograr reponerme, pero del que gracias a la elevadísima dosis de excesiva morfina, nunca sabré si llegó a darse.
Aunque, bueno, la verdad sea dicha y dramatismos aparte, no creo.


Aturdido por una noche de perros, el despertar no fue ni mucho menos placentero. Ensañándose con lo que hubiera a la mano, la pesadilla continúo su inexorable marcha durante los días que siguieron, castigándome sin ningún tipo de piedad o compasión, con una sobredosis de televisión nacional que acabó por transformarme en un ente de mirada perdida, dócil y hasta casi se diría que suplicante.

Por si aquello fuera poco, la operación se posponía una y otra vez debido a que, gracias a una convención que tenía lugar en Cartagena, parecía no haber ni uno solo ortopedista disponible en toda Bogotá. El seguro sin pagar, la imposibilidad de ser traslado a ninguna parte, el riesgo de una operación que tardaba demasiado y comenzaba a complicarse.

La comida, aparte de escasa, nos era dispensada en un espantoso charol de metal con compartimentos adecuados para el deleite visual de cada una de las tres o cuatro frugales exquisiteces con las cuales se nos regalaba nuestro descomunal apetito, especialmente recetadas para una dieta de enfermos de cáncer, pero servida a horas tan irregulares y espaciadas que casi termino atragantándome con el primer desayuno, compuesto apenas por lo que parecía ser una changua sin cilantro, sal o cebolla, dos tristes pedazos de galletas sodas y un café con leche frío, acompañado por una poco apetitosa nata.

Al fin, en horas e la tarde, fui trasladado a cirugía. De reciente adquisición, el hospital estaba siendo remozado en muchas de sus áreas; así es que cielos rasos desconchados parecían estar a punto de venírseme encima en cualquier momento, camillas cubiertas por pesadas lonas parecían acumular polvo desde el inicio de los tiempos, amarillentas paredes que reclamaban a gritos una mano de pintura, pasaban a ser sustituidas sin formula de continuidad por el inconfundible olor a thiner y barniz, mezclado con formol, yodo y otros indistinguibles desinfectantes, haciendo de su conjunto un escenario más propio de hospital de campaña que otra cosa.

Al llegar al quirófano me encontré con una sala semidesierta de paredes y suelo deslustrados, que en uno de sus rincones dejaba ver una mancha de óxido, todo lo cual, para ser franco, dejaba mucho que desear respecto a las condiciones de asepsia que exigía un lugar del que con suerte alcanzaría a salir con vida, si bien acompañado de una pertinaz infección hospitalaria de la que quién sabe cuanto tiempo me iba a tomar deshacerme.

Una mesa de operaciones cubierta por una sábana raída y notorias manchas de lo que parecía sangre seca, me daría la bienvenida a una aparatosa operación que tuvo inconvenientes desde el principio.

De un momento a otro se me dio la orden de sentarme para que me fuera aplicada anestesia epidural, mejor conocida entre el común de los mortales como “la raquea”, y de la que por tener escasas referencias, comencé a albergar serias dudas respecto a la posibilidad de quedar inválido de por vida; anclado desde entonces a una muy poco estética y aparatosa silla de ruedas.
Así que a la par que comenzaba a aplicárseme yodo, comencé a sudar como un condenado a muerte, durante un procedimiento de lo más rutinario que por supuesto compliqué; la aguja se deslizaba a cada intento de un apurado e improvisado anestesiólogo que no hacía otra cosa distinta a la de maldecir su suerte, al tiempo que me apremiaba para que me calmara, volvía a limpiar los goterones de frío sudor, amenazando con que el especialista a cargo de ninguna manera me operaría en el estado de total crispación y pánico en que me hallaba.

Luego de tres intentos fallidos que prolongaron mi angustia durante una eternidad, por fin sentí como un chorro helado comenzaba a recorrer el último tramo de la columna, para instalarse en mis extremidades. -Ahora va a comenzar a sentir calor en las piernas, ¿Siente calor?; -Bueno, pues sí-, en efecto sentía calor. ¡Muévalas!, ¡Primero la izquierda y luego la derecha!, ¿Las siente?-
Y como duré un buen rato sintiéndolas, y aparte las movía con la habilidad de un gimnasta, por un instante llegó a considerarse la posibilidad de volverme a someter a la tortura de ser inyectado.

De naturaleza nerviosa, y proclive como soy a sufrir fuertes bajas de tensión por cualquier cosa, de milagro no caí desmallado.

Al final, anestesiado por completo de la cintura para abajo, comencé a ser preparado por una asistente que se quejaba de la falta de personal, mientras reclamaba que alguien le ayudara a sostener la pesada pierna, ¡Carajo!

Poco después de que apareciera el ortopedista y se diera al fin inicio a la intervención, comenzó a oírse una sucesión de canciones populares -comenzando por Juan Luís Guerra y rematando con Frank Sinatra, pasando por Aretha Franklin y Louis Armnstrog-, que lograron medio relajarme mientras que, acompasado por la caída de lo que parecían ser numerosos tornillos dentro de un recipiente metálico, alcanzaba a escuchar el esporádico ruido sordo de un taladro. Mucho alcancé a temer el que mi píe acabara convertido en un espantoso e inservible porta agujas.

No habría pasado más de media hora cuando de repente alguno de los enfermeros asistentes en funciones de novato anestesiólogo, costeño para más señas, volvió a soltar de repente -¡Mierda, nos dejaron sin agua!-. Y sí, a alguno de los albañiles se la había ocurrido la genial idea de cerrar el registro de la sala de cirugía; cosa que si no es por el airado reclamo de un heroico tío salido de sus casillas, váyase saber en qué va a parar todo el asunto y el resto de la muy discutible asepsia.

-¡Listo!-. -¿Voy a poder caminar?-; -Si, claro-. -¿Sin bastón?-, -¡Sin bastón!-. –Ahhh, ya, bueno-.
-Mire, su píe no va a ser el mismo de antes, porque todos los huesos frontales quedaron hechos polvo; pero caminar, queda caminando sin ningún tipo de ayuda.
Bueno, pensé, si lo de usar bastón quedaba descartado, por lo menos no iba a quedarme mutilado o cojo de por vida.

Y entonces decidió el buen doctor soltarme la brutal sentencia –todo hay que decirlo, literalmente con anestesia- que acabaría de amargarme el fin de semana y los siguientes días de una vez por todas: -El martes tengo que volver a intervenirlo y hacerle un lavado; eso sí, como el hueso quedó tanto tiempo expuesto, si llego a detectar el más mínimo riesgo de infección, tengo que amputarle el dedo…-

-¡¿Qué, qué?!-.

-El dedo, si hay infección, tengo que amputárselo-.

El martes; una nueva operación; no usar bastón; el seguro sin pagar, la imposibilidad de trasladarme… ¡Mi dedo!

Al menos cuatro días más en el mismísimo infierno, siguiendo una dieta rigurosa y bombardeado por todo tipo de calmantes, antibióticos y anticoagulantes administrados vía intravenosa cada cuatro horas; lo que me impedía conciliar un sueño medianamente ordenado, obligándome además a ponerme al corriente de cuanta porquería se trasmitía por un televisor virtualmente monopolizado por dos dementes, que muy a las siete de la mañana del día siguiente, comenzaron a hacer planes para ver Sábados Felices.

A eso de las nueve se me envió a que se me practicara un TAC con todas las de la ley; lo que me faltaba era resultar con un daño cerebral no previsto durante la primera inspección. Por fortuna, todo parecía estar en su lugar; además, pese a haber sido redecorado con un gusto más apropiado a un mafioso –siniestras simulaciones de vitrales, flores artificiales y desproporcionados corredores-, el hospital parecía no ser a fin de cuentas tan malo. Yo hubiera preferido San José o Palermo, una habitación individual siquiera; pero qué le iba a hacer, me podía dar por bien servido con que no fuera el temible San Pedro o hasta un antro peor, que por supuesto los hay, para colmo repletos, debido a una nueva crisis hospitalaria.

Una rutinaria sucesión de visitas se presentaba cada día, indagando por más detalles acerca del accidente; preguntaban y aconsejaban sobre cómo debía demandar y sacar algún tipo de beneficio del asunto, observando el píe como si ya estuviera ausente. Confundidas entre parientes y allegados de los otros dos pacientes, transformaban la habitación en un irrespirable horno de conversaciones entrecruzadas y buenos deseos, que terminaban por exasperar al más resignado a su suerte, produciéndole vertiginosos mareos y el secreto deseo de sacarlos a todos a patadas.
¿Qué iban a saber ellos nada de nuestra falta de sueño y continuos desvelos?; a las dos de la mañana, nos preguntamos alguna vez, ¿Dónde estaban?

Por supuesto que casi siempre permanecíamos en un estado febril, fáciles presas del desesperado deseo por salir de nuevo a la calle. Después de todo, las enfermeras no siempre eran tan bonitas o simpáticas en las noches; el tiempo transcurría exageradamente despacio; orinar era complicadísimo; y la comida, ni para qué volver siquiera a mencionarla.

Claro que había tenido que pasar por la vergüenza de ser bañado por un par de enfermeras de aspecto poco sensual, que de haber sido otras, otra bien distinta hubiera podido ser la cosa; por supuesto que al principio me vi forzado a orinar con la ayuda de un pato que terminé derramando encima de la cama, luego de lo cual comencé a padecer un comprensible estreñimiento. En suma, me limitaba a contemplar por la ventana el techo del edificio que gracias a mi hermana había sido mi postrera morada, con la incierta esperanza de regresar cuanto antes de nuevo a casa.

Con el paso de los días me vi forzado a trabar una relación más cordial con mis vecinos, particularmente con el psicópata de al lado, con quien no dejé de considerar sería poca cualquier tipo de prevención que pudiera salvar mi honor hacia el futuro; todo gracias a que el desgraciado insistía en hacer su rutinario striptease bien entrada la madrugada. Recién operado de un tumor en la cabeza, yo no esperaba otra cosa distinta a la de verlo aparecer provisto de un objeto corto punzante destinado a ponerle fin a nuestros días, no bien terminara sus prolongadas abluciones, dando inicio a una impecable carnicería, sin duda inspirada en Satanás y Campo Elías, libro y película de la que –al fin y al cabo recién estrenada- no dejaron de hablar en las noticias de entretenimiento y farándula de aquellos días.

Las enfermeras, sin embargo, no dejaban de tener y mostrar, algunas de ellas, sus traslúcidos encantos; bien dotadas de pechos y haciendo gala de unas muy bien contorneadas nalgas, el impecable uniforme de un blanco inmaculado dejaba entrever una exquisita lencería de encaje con la que alcancé a delirar más de una vez, a la espera de que quizá se me quisiera recompensar mi paciencia de santo, con una muy improbable e higiénica revolcada.

Perdida la esperanza, me conformaba con tener extensísimas conversaciones acerca de nada, pero que invariablemente tuvieron como punto de partida el saber qué seria de mi píe una vez quedara liberado de la incapacidad para caminar sin ayuda de muletas; no falto el descarado amigo que valiéndose de la misma excusa, procurara cortejar sin éxito al monumento de mujer que -recién me percataba durante su segunda y última vista-, me recibió en urgencias.

Puede que mis amigos no se compadecieran un ápice de mi penosa circunstancia, pero al menos sus visitas y llamadas lograban alegrarme y hacerme más llevadero el mal rato por el que pasaba.

No se vaya a creer que por atisbar de vez en cuando un soberbio escote, me encontrara rodado de una corte de ángeles; alguna que otra noche la celestial guardia cambió por la de un auxiliar sospechosamente amanerado, cuando no por la auténtica encarnación de aquella aterradora enfermera protagonista de “Misery”, de gigantescos pechos, mirada terrible y peor mano para las inyecciones, a la que le caí de lo más bien, luego de agradecer el que no me pinchara, mientras terminaba de hacerle coro a una de sus macabras bromas contra el desadaptado de al lado.

Con el paso de los días los pacientes también por fortuna cambiaban; una noche alcancé a tener el cuarto para mí solo hasta casi las dos de la madrugada, en que al fin logré coquetear más a gusto con una aprendiz a enfermera de buen ver, soltera, y juzgar por su conversación algo picante, singularmente fogosa y más bien recatada. Maná caído del cielo, abruptamente interrumpido por el ingreso de un nuevo vecino al que no tardé en saber le serían amputados tres dedos de su píe izquierdo, por agarrar una sífilis buscando lo que quizá no se le había perdido.

Otro de mis contertulios había cortado con una guadañadora tibia y peroné de un tajo; de no ser por la providencial aparición de un pelotón del ejército que le dio traslado a un hospital de inmediato, hubiera muerto desangrado. Víctima de un desastroso sistema de salud, llevaba más de seis meses rodando de un lugar a otro a la espera de ser operado, atado a un tutor que a estas alturas manejaba a la perfección, pero que por obvias razones requería de atención constante; su hermano había perdido una pierna de igual manera. Con todo, al punto de parecer sobrellevar la adversidad de estupenda manera, nunca le oí quejarse; se trataba de un casanareño recio, acostumbrado a pasar las duras y las maduras, poco habituado a las comodidades de un flojo de mis vergonzosas y hasta no sin razón muy reprochables características.

Luego de una segunda operación en condiciones más amables, en las que se me hizo firmar todo tipo de papeles y cláusulas, el dedo parecía haberse salvado. Como jugaba el Cúcuta, el costeño impartió la orden perentoria de ser trasladado a la habitación en el termino de la distancia; todos queríamos ver el partido, ¿O no? Se me daría de alta el jueves.

Pero como todo no ha de ser color de rosa, la anestesia, puesta esta vez sí por un experto, pareció quedar estancada en mis pudendas partes durante un periodo de tiempo tan prolongado que irremediablemente volví a entrar en pánico.
Del otrora vigoroso pajarito no quedaba más que una masa inerme y fofa de proporciones minúsculas, que se negaba a reaccionar al insistente contacto de la discreta compañera de más de una ajetreada jornada, empeñado como parecía estar en dejarla viuda y, al parecer, más sola que la una.

Poco ayudaba, es cierto, el que justo aquella noche fuera miss Misery quien volviera a estar de guardia, y que no habiendo de otra, fuera ella misma la que me sacara de dudas, al escuchar casi con singular deleite el que no sintiera mis nalgas.

-Esperemos una hora.

La hora fueron más bien dos muy mal contadas, sudando a mares y presa de una desesperación mayúscula ante la negra perspectiva que me ofrecía la suerte, por lo visto en justo castigo a empeñarme en continuar dándole tan poco práctico uso al alicaído juguetico.
Una y otra vez pellizcaba mis imperturbables nalgas en busca de una respuesta que aquella noche no se produjo, durante la que me debí quedar dormido, arropando con juntas manos lo que para entonces no era más que un triste trozo de carne más parecido a un inútil pedazo de plastilina.

El miércoles en la mañana un todavía acobardado ave fénix volvía a renacer de sus cenizas, convirtiendo a su desesperanzado dueño en algo más que un conforme amo de unos dominios que alcanzó considerar para siempre expropiados, y cuyas funciones esenciales al menos volvían a desempeñarse sin mayor novedad, salvo un muy leve esfuerzo inicial al orinar.

Un examen más riguroso y detallado habría que dejarlo para luego.

3.6.07

El Accidente

Para Puckies y Dolly;
ellas saben bien por qué…



Supongo que luego de unos años más bien poco fructíferos, pero durante cuya etapa final se fueron generando nuevas aunque brumosas expectativas, había ido entrado en la fase de encapricharme con la vida de una manera algo banal y hasta si se quiere más bien ridícula, dijéramos insípida y tonta.

Conforme con muy poco, dejaba arrastrarme por días casi siempre grises o de calores destemplados, a veces verdaderamente agobiantes, de los que fue aflorando un carácter cínico de mediocre hombrecillo imperturbable pese a cualquier adversa circunstancia, en el que de haber hecho uso de un sentido común que resolví abandonar por completo, las cosas hubieran sido de otro modo. Sepultado quizá sin redención posible por el flemático profesor que no llegaré a ser, otra hubiera sido mi vida; casado a los treinta y pico, divorciado un par de años más tarde, con una temprana vocación de vago frustrada, y por si fuera poco, pese a mis ingentes esfuerzos como empleado asalariado, atestado de deudas para colmo de mis males.

Pese al cansancio de largas jornadas de extenuante aunque muy mal remunerado trabajo como hacedor de todo tipo de artículos y ensayos, durante dos de cuyas noches me fue imposible dormir, resolví atender la invitación que haciendo gala de una inesperada gentileza había tenido para conmigo el eterno compañero de juergas y parranda, para asistir a no sé qué inauguración de un bar esa noche; así es que pasadas las ocho me encontraba listo al fin para desempolvar mis poco útiles aprensiones a la falaz ceremonia de conveniencias y protocolos sociales que siempre terminaba por revolcarme el estómago, y en la que pasados diez minutos de intentar en vano hablar a los gritos con alguien, comenzaba invariablemente a arrepentirme y desear estar de nuevo en casa. Más sólo que la una, pero haciendo, escuchando y bebiendo lo que a bien tuviera en gana; situación que gracias a mi buena fortuna, con relativa frecuencia se presentaba.

No obstante al elevado precio de las bebidas y la entrada, y a que nunca me ha resultado muy atractiva la idea de encontrarme en lugares atestados de gente (vaya uno a saber por qué razón todo el mundo en Bogotá ha decidido comenzar a celebrar ocasiones especiales como aniversarios grados, despedidas y hasta bodas en lugares tan impersonales como restaurantes o bares) había algo que me llamaba poderosamente la atención desde que recibí la llamada; al fin y al cabo siempre había la posibilidad de refugiarse en algún discreto rincón para fumar y beber como dios manda, observando de cuando en vez los generosos escotes o las proverbiales nalgas de más de una distinguidísima fulana, que en situaciones como a la que planeaba asistir nunca podían faltar y de hecho nunca faltaban, y en las que tampoco se podía descartar la remota posibilidad de conocer una futura Dulcinea a la que pudiera cortejar a paso de tortuga; de la que fruto de pasadas experiencias, tenia la absoluta certeza de no ser muy bien correspondido aunque desde luego, al cabo de tres o cuatro semanas, terminara patética e irremediablemente enamorado, Consumido, además, por la a estas alturas más que razonable angustia de continuar prolongando una poco común soltería, con el paso de los años frecuentemente asociada, por propios y extraños, a una homosexualidad muy mal disimulada.

En rigor iba tarde, pero ¿qué quieren que les diga? Por alguna razón que desconozco, a reuniones masivas de este tipo –quizá con la esperanza de que se haya ido medio mundo- yo prefiero llegar tarde; así que sin saber muy bien cómo, resulto embolatándome y haciendo tonterías como la de considerar una y otra vez entre si comprar o no cigarrillos, afeitarme, embolar zapatos, cortar un poco las uñas, bañarme o simple y llanamente cambiar de ropa, o al menos de bufanda.
Resultado de todas aquellas especulaciones son tres o cuatro cigarrillos apenas iniciados, nuevas idas y venidas, un té bebido muy a medias y terminar por salir dejando tras de mí -escasamente perfumado y humedecido un poco el pelo- un contenido desorden de ropa desdoblada, zapatos tirados al azar y pantalones emburujados de cualquier manera; cerrado al fin, aunque a la fuerza, el remedo de improvisado clóset que en realidad es un baúl de mimbre, testigo mudo de mi monótono peregrinar de casa en casa.

Si hubiera salido a tiempo, o si hubiera comprado los cigarrillos, cuya adquisición decidí aplazar para más tarde; si incluso me hubiera detenido a prender un cuarto o quinto durante el recorrido al paradero de buses, tal vez la historia hubiera sido otra; pero qué iba yo a saber nada de lo que sucedería un par de minutos luego, mientras me afanaba en consultar el reloj, apurar otro poco el paso y tratar de ubicar mejor los auriculares de la radio portátil, al tiempo que le daba vueltas a un inservible encendedor que procuraba ocultar de cuando en vez entre mi mano.

Escasamente tendría tiempo para comprar el tiquete y alcanzar un servicio expreso que me permitiera llegar dentro de límites decentes a mi habitual demora, pensaba, mientras realizaba ingentes esfuerzos por observar que no hubiera una larga fila, que el semáforo para vehículos estuviera en rojo, y que el de peatones al fin diera vía libre a mi exagerado afán y para entonces ya larguísimos pasos.
Habría ganado algo así como la mitad del primer carril destinado a vehículos particulares, cuando de la nada -envistiendo la rodilla izquierda y pasando un gigantesco retrovisor a escasos centímetros de mi cara-, aparece lo que mucho después me sería descrito como un furgón de colosales proporciones que transportaba carne.

Paradójico final para cualquier vegetariano, con lo que hubiera quedado de mí, si el camión me hubiera dado de frente, habría materia prima suficiente para la elaboración de un steak tartar, si bien de difícil y complicada digestión -superado el inicial asco producido a aquellos no iniciados en el arte de devorase unos a otros-, diría que más bien un poco pasado de alcohol, demasiado tierno quizá, y, en síntesis, poco menos que aceptable resultado de una raquítica constitución, poco dada a los rigores del ejercicio y encaminada desde siempre a llevar una apacible vida de características poco prácticas y harto contemplativas, no desprovista sin embargo de uno que otro embeleco más propio de sibaritas.

A la par que los audífonos salían despedidos de mis orejas y un frenético zumbar de latas pasaba a mi lado, comencé a percibir el griterío histérico que presagiaba la catástrofe, mientras procuraba proteger mi preciado rostro valiéndome de ambos brazos, creyendo en vano alcanzar a evitar una muerte estúpida que se me antojaba segura.
Así que esto era todo, alcancé a pensar mientras caía desmayado, no tanto por el impacto de un golpe que evité muy a medias, sino más bien debido al susto que para aquél momento ya era el pavor de verme reducido a cenizas sin haber vivido lo bastante como para que, pese a mis continuos lamentos y reiteradas quejas, me hubiera hartado del todo en realidad.

Luego de permanecer inconsciente durante poco menos de cinco minutos, comencé a reaccionar ante el asombro y expectativa de un espontáneo público que, al ver como el para entonces algo más que magullado Lázaro súbitamente volvía en sí, no lograba dar crédito a sus ojos.
Curiosos apenas un segundo atrás apartados de la poco deseable probabilidad de tener el más mínimo contacto con la muerte, personificada brevemente en este pobre desvalido de pálidas facciones y mirada extraviada en el más allá, comenzaron a avanzar peligrosamente hacia un dolorosísimo más acá, formando un obsceno círculo de miradas concentradas en encontrar un imperceptible rastro de sangre que les diera algo que contar durante la cena, o a la hora del descanso de sus poco envidiables y agotadoras jornadas laborales.

Creo haber contemplado una luz cegadora desde la penumbra de lo que parecía ser una caverna; generoso anticipo de un bien ganado cielo en el que encontraría el eterno descanso y, al fin, la paz perpetua –que ahora imagino como la de estar sentado en una antigua cafetería con vista a San Pedro y panorámica parcial de la ciudad eterna-, especulaciones abruptamente interrumpidas por la repentina aparición de un oscuro retrato en el que mi amada parecía sonreír de manera casual y más bien indiferente a lo que me pasara, a cuya providencial visión comencé a procurar retomar mis viejas coordenadas. Procedimiento parecido al de ubicar de manera manual el dial de una emisora durante el que un pito pareciera haberse apoderado de mis oídos, para encontrarme al fin tendido en medio del bullicio de la calle, acompañado de un exaltado suspiro general que de alguna manera prolongaba el mío propio, al tiempo que intentaba sin suerte levantarme, y simultáneamente dirigía mi azorada mirada a los resplandecientes neones de lo que sabía era una pollería, al otro lado de la calle. El cielo y Roma deberían esperar otro poco más mientras tanto.

Un dolor afortunadamente indescriptible comenzó a apoderarse de mi pobre píe izquierdo, mientras comenzaba a indagar sobre la suerte que habrían podido correr mis escasos bienes en este mundo de maleantes y hampones en el que me tocó vivir, que ante tan excepcional ocasión, no creo que hubieran dudado un segundo en despojarme de billetera, celular, maleta o radio.
Pero como toda la fe no se puede perder en un día, perdido el cielo y con el dolor de un píe presumiblemente fracturado -el resto afortunadamente bien, gracias-, se me aseguró que al menos mis bienes materiales estaban a buen recaudo, acto seguido de lo cual me hicieron el favor de hacer descansar la cabeza sobre la maleta, aunque claro, teniendo la muy buena precaución de robar una bufanda, reciente regalo de cumpleaños.

Lo siguiente, ante la imposibilidad de levantarme, y ante la triste perspectiva de ser aplastado por una horda de imprudentes salvajes salidos súbitamente de la nada, por cierto cada vez más cerca de mi abatida humanidad, fue hacer ingentes esfuerzos por procurar disimular el dolor y hacer llamar de inmediato a mi hermana.
Por alguna razón que desconozco, aunque a todas luces ajena a la caridad cristiana, mi hermana decidió hacerse cargo de mí, de aquello ya vamos casi para un año, en el que, bueno, me he ido convirtiendo en algo así como la particular cruz que cada uno decide llevar a cuestas; porque muy a pesar de lo divertido y práctico que a veces pueda resultar vivir conmigo, admito que soportarme de manera permanente, no debe ni puede ser fácil, salvo que se haga acopio de incalculables cantidades de paciencia y tolerancia.

Así es que Puckies debió hacerse cargo de mi dramática situación, pasado el primer impacto que debió ser verme tendido en medio del asfalto, presa de dolores inenarrables; su angustia delatada por una asombrosa palidez y rostro desencajado, que presumiblemente debían hacer juego con el mío propio, confirmaban una vez más el lazo de estrecha consanguinidad que nos une desde nuestra más tierna infancia, así como la absoluta certeza de contar en cualquier eventual adversidad, el uno con el otro.

Debido a que gracias a una deliberada imprevisión había evitado pagar el seguro, insistí una y otra vez en que, o se me atendía por el seguro de accidentes que esperaba estuviera vigente, -para lo cual volví a cerciorarme de que no hubiera sido yo el imprudente en pasar por alto la luz roja-, o para completar la dicha, quedaría tan endeudado que ahora sí no habría más remedio que emplearme en lo que fuera para trabajar de sol a sol a sol, sin la más mínima posibilidad de sano y relajante esparcimiento. Adiós a los cafés, las exageradas caminatas sin rumbo y una muy voluntaria pérdida de tiempo; los cines, un dulcísimo hacer nada y la temporada de conciertos. Como si de la peor de mis pesadillas se tratara, todo aquello se evaporaba.

Abandonada la esperanza de la fiesta, no hubo más remedio que dejarme acomodar en la camilla, para ser conducido en ambulancia hacía una clínica situada a pocas cuadras. Según el primer diagnóstico de uno de los paramédicos, lo que tenía no podía tratarse más que un esguince, o a lo sumo, de una luxación poco grave. Prematuro diagnóstico ante el cual comencé a considerar que se habían tomado medidas exageradas; situación que si bien no dejó de parecerme un poco vergonzosa, también logró apaciguar mi excesiva angustia y ridículo pavor ante la posibilidad de una muerte no deseada. Al fin y al cabo, dos o tres horas más tarde saldría del hospital quizá con una venda, a lo mejor transitoriamente cojo (con una licencia incapacitatoria que me caía como del cielo) pero como si nada.

Una nube de enfermeros, médica y enfermeras se arremolinó en torno a mí, no bien entrado a urgencias. Todo de lo más normal hasta que me despojaron de un zapato que me hacía ver estrellas, luego de lo cual reinó un silencio sepulcral, para inmediatamente comenzar un despliegue de atropelladas órdenes y contra órdenes que volvieron a alterar mi apacible estado de paciente recién ingresado, del todo perturbado ante la perentoria voz que demandaba unas tijeras para cortar el pantalón, indicio suficiente para comenzar a sospechar que en realidad algo no marchaba.

La triste y cruda realidad me volvía a atropellar de frente por segunda vez aquella noche, al ver como de mi dedo gordo, salía un nuevo dedito como por arte de magia. ¿Es grave? Pregunté con un hilo de voz.
¡Era grave!, tal había sido la fuerza del impacto que la falange había reventado su coqueta envoltura para quedar expuesta su inmaculado color apenas moteado por finísimos visos escarlatas, deformando aun más el tosco pie que tal vez fruto de un nacimiento prematuro pareciera haber sido moldeado a las carreras.

Mientras las probabilidades de quedar cojo o mutilado se agolpaban en mi cabeza, pasó a suministrárseme morfina. Poco amigo de las drogas ilegales, y proclive a que la simple calada de un esmirriado porro de marihuana me provocara una baja de tensión que prácticamente me dejaba muerto en vida, sólo se me ocurrió indagar acerca de la posibilidad de desarrollar lo que consideraba como una de las más peligrosas y costosas adicciones a una droga emparentada con la heroína, cuya sola cabalgada me valió estar dormido por más de veinticuatro horas, al cabo de las cuales desperté con una sonrisa de placidez total que no creo volver a tener en lo que me reste de vida… Mi ingenuidad no tardaría en ser castigada con toda una serie de exámenes que al menos pudieran garantizar una condición física y sobre todo mental medianamente aceptables, para lo cual debí ser trasladado a rayos x, atravesando el depósito de cadáveres y un parqueadero al aire libre, escasamente ataviado por unos tenues interiores y una cobija del grosor de una minúscula tela de cebolla.

Algún efecto aparte de calmar el dolor lograba comenzaba a hacer en mí la morfina, porque no obstante al frío intolerable, comencé a contemplar la muy atractiva idea de tener que usar bastón de por vida; obligada circunstancia que sin lugar a dudas terminaría otorgando a su portador una suerte de respetable y patriarcal aspecto, no desprovisto de elegantísima finura e incuestionable caché, gracias a la que largos años en procura de alcanzar la edad provecta serían al fin recompensados con un precoz anticipo, al que so pena de caer en el más ominoso de los ridículos nunca jamás habría siquiera contemplado la posibilidad real de llevarlo a la práctica.

De tal suerte trocaba mi propia fatalidad en la inconfesable dicha que sería el verme irreparablemente atado desde ahora y hasta el fin de mis días, por el palito de finísima madera y sobria empuñadura, gracias al cual se me cedería el puesto en cualquier tipo de actividad pública y mucho más privada; evitando de una vez y para siempre la fatiga que desde tiempos inmemoriales ha representando el tener que permanecer de píe, habiendo la posibilidad de permanecer tranquila y dulcemente sentado.