23.12.06

El Gabby Tour


Los muchachos habrían de reunirse pasadas las once de la noche en un café-bar del centro.
Siguiendo una tradición que ha terminado por volverse costumbre, X llegaba un poco tarde mientras que Papi, Gabby y compañía esperaban acompañados de sendos tragos de aguardiente.
Se trataba de una cita algo inusual, porque desde hacía muchos años el pequeño grupo se venía reuniendo casi exclusivamente en casa de Papi, lo que, cualidades de excepcional anfitrión aparte, y en términos de local comentarista deportivo, había terminado por otorgarle su indisputable jerarquía dentro del singular conjunto.
La damita que acompañaba esta vez a Gabby resultó ser una extranjera en busca de destacarse por su, digamos, excesiva simpatía; habría hecho cualquier cosa en procura de alcanzar de nuevo aquél estado, tal vez un poco demasiado alegre, de veterana rumbera, que la caracterizaría luego.
De un tiempo a esta parte Gabby se había dedicado a coleccionar una serie no muy extensa de muchachitas excéntricas, con las que procuraba recobrar parte de su vitalidad adolescente, comenzada a perder hacía algo más diez años, pero que Gabby se esmeraba en redituar, antes que verse abatir por el abrumador peso de la nostalgia.
Por contraste, y pese a dejar translucir un cansancio algo exagerado, debido a dos eternas noches en las que a duras penas habría podido dormir tres horas, X pide una cerveza al clima. Procura entonarse y esperar a ver qué; su rutina de anciano le permitía vivir de una cadena de aislados recuerdos a los que se aferraba con reiterada insistencia, mientras se hacía realidad su fantasía de adolescente vencido y, por fin, llegaba a viejo.
Por el momento, el señor X asistía como alumno a una fundación universitaria de donde saldría graduado como técnico en periodismo, a mediados del año entrante; para su edad, estaba más que rezagado del resto, a la zaga de un promisorio futuro que había dejado pasar como quien no quería la cosa, con tal de evadir a toda costa cualquier tipo de responsabilidad, para mejor dedicarse a emplear su tiempo libre en cualquier otra cosa, diferente a la de no hacer nada que pudiera ser considerado como de material provecho. Tarde o temprano, pensaba, el inevitable colapso del sistema pensional terminaría por darle la razón; eso o el genio de la familia no era más que un completo inepto.
Así que nada tenía de raro verlo en su acostumbrada postura de cafetín, lugar en el que solía comportarse con una desenvoltura insólita, donde podía llegar despachar hasta medio paquete de pielrojas, con treguas que escasamente superaban los cinco o a lo más diez minutos; haciendo gala de una cortesía muy elemental que si al principio lograba darle un aire de persona interesante y hasta sofisticada, al cabo de un rato podía llegar a exasperar al más santo, una vez descubierta la impostura. Todo hay que decirlo, Mr. X sabía darse sus mañas para entrenarse a solas, tres y hasta cuatro veces por semana.
Los tres querían ver a H, amiga íntima y ex novia de Papi, quien a la fecha, les había sacado el cuerpo en al menos tres oportunidades, cosa que a ninguno de los tres les importa, y los traía muy sin cuidado, pues por lo menos en lo que se refería al señor X, siempre le había causado una especie de extraña fascinación su discreta y providencial compañía. Entre los dos no había la menor posibilidad de tener una relación que fuera más allá de la estricta amistad, lo cual evitaba al señor X el que pudiera realizar todo tipo de absurdos malabarismos acerca de cómo conquistarla.
Así que como por no dejar, se había ido formando algunas expectativas respecto a la nueva amiguita de Gabby, reconocido cazador de extraordinarias beldades, salvo uno que otra excepción. De manera fugaz, pero no por ello menos constante, el señor X se había formado ideas con casi todas las novias que habían pasado por la vida de Papi o Gabby; circunstancias más bien comprensibles en un tipo tan perezoso y torpe en lo de conquistar chicas. En principio romántico, dijéramos; galancete de maneras y forma de vestir a la antigua, más bien un poco ridículas, en ultimas.
Ya entrados en gastos, Gabby comienza a preparar un peligroso cocktail etílico a punta de realizar todo tipo de absurdas mezclas, motivo de reiterado reproche por parte de Papi y el señor X, quien en virtud de su avanzada edad, parece creer ser merecedor de algún tipo especial de respeto por parte de los menorcitos. De los tres, proclives todos a dejarse tentar por las alcohólicas mieles, Gabby podría ser considerado como el más dipsómano.
A Papi la verdad es que pocas veces se le había visto borracho, desde aquella noche de adolescente juerga en que presa del novedoso vértigo, terminó por dormirse en el andén frente a su casa, tundido de la perra.
Y si bien X tuvo un periodo de prolongado alcoholismo, las navegables cantidades de licor preferiblemente extranjero, lo fueron abandonando de una manera más bien discreta, aunque no tan insuficiente como para, de cuando en vez, no amenazar el desatar nuevas y hasta más peligrosas tormentas. Por el momento, el señor X acusaba el lastre de una larga cadena de borracheras menores, tolerables resacas, y la alternancia entre íntimas fistecitas y la muy esporádica asistencia a bares, en los que por lo regular terminaba aburriéndose a mares. Eso sin contar alguna que otra noche de tour por los prostíbulos de la Caracas, en los que su libido descendía de manera dramática, al contemplar la rutina algo enfermiza, de putas recién llegadas de provincia desvestirse sin gracia.
Luego de una no muy prolongada espera que ha permitido a X ir al baño, salen los muchachos en busca de la rumba. Como Papi, Gabby y X han ido agotando su provisión de cigarrillos consideran reabastecerse, y gracias a que Gabby y compañía quieren lucirse como espontáneos guías turísticos, efectúan una vuelta ridícula que les toma al menos diez minutos, llegando a recorrer hasta dos veces la misma calle. H vuelve a llamar a Papi, y al fin pueden concertar la cita, en una de las esquinas más ajetreadas de La Candelaria, barrio con cierto tinte bohemio, frecuente lugar de reunión de una muy sospechosa intelectualidad criolla, animado esporádicamente por ávidos extranjeros en tránsito, a la caza de mujeres y droga. El país era ahora reconocido internacionalmente, por el desenfado que ofrecían la mayoría de sus mujeres al momento de abrir las piernas, y el de buena parte de sus hombres a la hora de ofenderse y darse plomo, acompañado de exageradas dosis de lascivia y orgullosa sevicia.
Pese a que H les ha sacado el cuerpo en más de una oportunidad, los muchachos continuaban estimándola igual; durante su prolongada ausencia en Paris, había sido virtualmente imposible conseguir alguien que pudiera remplazarla, y verdaderamente deseara acompañarlos durante horas sin mostrar la menor sombra de agotamiento; H tenía la rara cualidad de ser una efectiva mediadora, y al menos parecer interesada por toda la serie de tonterías que solían ventilarse en aquellas reuniones. En vano se trató de remplazarla porque todas las postulantes que se llegaron a considerar, durante los amagos que pretendieron emular aquellas otras veladas, se aburrían sin contemplaciones no bien habían transcurrido los primeros tres cuartos de hora iniciales, pasando luego a hacer malas caras durante el resto de las absurdas e improvisadas entrevistas, que con el paso de las horas terminan impregnándose de una apatía y mal humor generalizados.
Unas cuantas cuadras y minutos luego de una espera que parece prolongarse una eternidad, aparece H en compañía de un amigo que resulta conocido de Gabby. Un grupo más compacto que se divide por momentos se aventura hacia el sur; Papi conversa un poco con la extranjera, Gabby con el recién llegado, mientras que H y X parecen ruedas sueltas.
Si el señor X apreciaba a H, y ella seguramente a él, su relación, no obstante, no podría ser definida como la de una auténtica amistad, digamos, no que no fuera a la inglesa, en estricto sentido. Una suerte de contenido aprecio, desprovisto de cualquier tipo de sentimentalismo, construido a fuerza de acostumbrarse a verla de vez en cuando, y echarla de menos cada vez que se reunía con sus dos compadres.
Dos esquinas más tarde volvería concentrase el grupo gracias a una providencial intervención de H, disuelta de involuntaria manera por una absurda pregunta formulada por X a modo de respuesta; como sigue:

H: - La otra vez iba en una buseta y lo vi por la calle.
X: (La expresión de su rostro debió indicar curiosidad)
H: - Lo llamé, le grité; poco faltó para salirme por la ventana.
X: -¿Por dónde, cuándo?
H: - Por la trenita y dos con séptima
X: - Ah, ya, sí, por los lados de mi hermana, pero ¿a qué horas?

Hacía tiempo que el señor X no lograba hilar una conversación de manera decente; bien es cierto que las labores académicas, no propiamente porque requirieran un gran despliegue de su intelecto, habían logrado agotarlo. La víspera, además, se había enterado de la muerte de su peluquero de por lo menos cinco años atrás, lo que de alguna manera había logrado trastornar su ánimo, provocando que estuviera mucho más disperso que el común de las veces. Peluqueros como don Sebastián eran difíciles de encontrar ahora que buena parte del gremio pertenecía a un género de definición dudosa, más interesado en ganar dinero gracias a la imposición absurdas modas, muy poco interesados en preservar la tradición. De qué iba a poder hablar el señor X con uno de aquellos amanerados mariquitas de barrio, afanados en despacharlo, sobándole la cabeza, y para colmo atosigándolo a cada rato con lo maravilloso que le vendría un cambio de peinado.
Luego de dar otro par de inútiles idas y venidas tornan al norte; motivados por Papi -quien a juzgar por su desmesurada insistencia, parecería trabajar para una empresa licorera-, compran media botella de aguardiente, sin querer, ni saber muy bien por qué razón, y comienzan a recorrer el eje ambiental, a fuerza de ser la vía mas expedita para llegar a otros tragos en el mismo nuevo bar de reunirse y bailar como atolondrados.
Mientras la extranjera lía un porro, Papi, Gabby, el recién llegado y X se dedican a vaciar con avidez la botella, de la que H –ante la repentina y desbordante efusividad del entonado conjunto-, toma uno que otro trago por amable y esmerada cortesía, no desprovista de su discreto encanto, mezcla de una rara compostura y distinguido timbre de voz, tan naturales que podrían pasar por desprovistos de cualquier tipo de afectación, lo que en Bogotá ya era bastante.
La noche bordeaba ya la primera hora, y como de vez en cuando pasaba alguna que otra patrulla, el grupo comenzó a inquietarse un poco; al ruido de una moto que parecía aproximárseles, H se descompuso por un momento, no sabiendo muy bien como justificar la tenencia de una de las seis copitas, que para la ocasión había tenido a bien suministrar a cada uno, un muy aseado y diligente Gabby, quien de un tiempo a ésta parte había adquirido prácticas algo insólitas respecto a sus acostumbrados hábitos de higiene, que el mismo denominaba, de manera algo inapropiada como Kosher. Peligrosas costumbres que le venían de aquella insólita manía de verse impedido para despachar, como si del culo de un arcángel se tratara, en lugares distintos a los de su propia casa sus pudorosos y excéntricos mojones.
Una de las ilusiones de Gabby podría ser la de que alguna vez fuera definido como una extraña mezcla entre alemán tirando a nazi, con algo un poco menos de judío. Supongo que buena parte de su auténtica nacionalidad y raro encanto, de criollo venido a más, reposaba en aquella confusión de pretender ser otro diferente a él mismo; el problema, tanto para Gabby como para el resto de los mortales, que tenían el honor de estar a su lado, es que él mismo no lograba definir muy bien de qué lado o a quién parecerse exactamente.
A la altura de la iglesia de las Aguas, el señor X pidió un receso para descansar un poco, y dejar que el resto fumara el porro en santa paz. El señor X no fumaba marihuana, porque a no ser que tomara un tinto bien cargado antes, invariablemente terminaba sufriendo una baja de presión. Un cigarro mediocremente liado circulaba a la par de la botella, se decían cosas sin mayor importancia, y se volvía al tema recurrente de que en cualquier momento podían ser atrapados por la policía, y conducidos con alguna violencia a la U. P. J, experiencia que Gabby poco o nada recomendaba, pero de la que de vez en cuando daba ciertos detalles, dejando traslucir un secreto e inexplicable sentimiento de orgullo.
Faltos de provisiones y tema, el grupo se levanta; avanza un par de metros, sólo para volver a dar la vuelta, al constatar, no sin cierta conmoción y desconcierto, que el sitio está cerrado. La mejor solución era tomar la 19, aunque era de presumir que gran parte de sus bares estuvieran cerrados por el día y la hora. A veces la ciudad, pese a sus bastas proporciones, dejaba la impresión de no haber dejado de ser pueblo grande.
Papi hace algún comentario sobre un antiguo puente, por donde originalmente debió cursar el río San Francisco; rodeado en la actualidad por una malla, y sumergido en sus tres cuartas partes. Encontrado por pura casualidad, al promediar los trabajos de construcción del eje, se hubiera podido hacer algo mejor que dejarlo abandonado a su suerte; lo que bien mirado constituía una rareza en una ciudad que de un tiempo para acá, se empeñaba con ostensible denuedo en remozar sus viejas ruinas.
No obstante a que la noche continuaba avanzando, y recorrer la calle comportaba cierto riesgo, la avenida continuaba agitada, tanto que Gabby aventuró por un momento la posibilidad de comprar droga; sirviendo como guía, para aventurarnos en todo tipo de clandestinos lupanares en los que, a juzgar por su entusiasmada expresión, se había ido convirtiendo en un raro tipo de experto, íntimamente familiarizado con el bajo mundo.
Pero como a fin de cuentas la mayoría del grupo podía considerarse como más bien amateur en tales aspectos, la prometida gira terminó por posponerse, optando por un plan mucho más conservador en uno de aquellos bares clásicos del centro, música salsa y antillana y tal.
Para lo que quedaba de la noche, el sólo hecho de ver a Gabby y su pareja bailar de una manera tan desaforada, pagó la entrada al sitio. A decir del propio Gabby, la extranjera se comportaba como el conejito de Duracell; durante la hora y media que permanecieron en el sitio fue un extravagante derroche de energía y vitalidad, que por momentos amenazaba con extinguir las exiguas fuerzas del héroe de la noche, quien debió exigir el máximo de sus caderas, en una serie de movimientos pélvicos dignos del más furioso de los amantes en su postrera acometida. Lo que a ella, al parecer una no menos entusiasta de maratónicas jornadas de rumba, parecía no dársele nada.
El resto hizo gala de una compostura cachaca, toda buenas maneras y aparatosa formalidad, en la que como para hablar había que hacerlo a gritos, una vez ordenada otra media de aguardiente, mejor se decidió bailar; el señor X se atornilló a su silla, procurando recostarse contra la pared, levantándose escasamente para cumplir con los apremios de la vejiga y realizar un acto de modestísima galantería, al levantar del suelo la carta de licores para entregarla a la mesera –una agraciada mona que resultó poco simpática, y con más ganas de irse a casa que otra cosa-; hubiera bailado una única pieza con H, pero como no llegó a ser complacido en que sonara La Habana sí -interpretada por los Van Van, grupo que a lo mejor por ser de Cuba, el señor X toleraba-, verlo hacer el ridículo sin el menor atisbo de pudor, quedó en veremos.
En materia de conseguir empleo, o levantarse una muchacha, el señor X era un autentico fracaso, lo que en buena medida se debía a su absoluta falta de disposición para el compromiso que tales actividades requerían, las cuales no volverían a darle tregua llegado el crucial momento, según alcanzaba a sospechar. Una y otra cosa venían a ser lo mismo. Novia y empleo tienden a tornarse en auténticas pesadillas con visos de mediocre tragedia e insufrible vulgaridad.
A la salida, agotados por la rutina de otra interminable noche, los empleados del lugar vieron partir al grupo con cara de pocos amigos; el encargado de la puerta por poco estuvo de lastimar a tres de ellos con una de las rejas, lo que provocaría un conato de pelea, que se deshizo por hartazgo y fatiga de las partes involucradas. Quedaba claro, eso sí, que a Gabby no se la iba a montar cualquiera; que Papi, el señor X y compañía, preferían irse derecho a la cama; que la extranjera apenas si comenzaba a calentarse de veras, y que un muy fatigado Gabby, iba a continuar aguantándole el trote por lo que quedara de noche al precio que fuera.