2.5.06

  • Camino de Monserrate

¡Si señores!; mis queridas, mi querida:

Por tercera vez he sido vilmente atracado; ¿y todo gracias a qué? Pues a el enorme trabajo que requiere tomarse una foto que de buena cuenta de uno, una en que además registre bien y pueda colgar en el blog sin que vaya a tener que arrepentirme luego.
Vanidad y sólo vanidad, decidí que me las tomaran en el cementerio central, pero como no quedé muy contento con los resultados, se me ocurrió la brillantísima idea -con uno que otro trago en la cabeza y muy entre gallos y media noche-, de subir a Monserrate con un cuartico de un litro de whisky - con el que también se me antojó celebrar la despedida del apartamento de mi hermana y de su no sé muy bien a estas alturas si mi (técnicamente es mi) cuñado vaya a seguir por mucho tiempo siéndolo, un vaso -, mi radio, mi sombrilla, mi anorak tipo gabardina muy fina, el periódico, dos libretas de apuntes, un descorchador que no llegué a estrenar, bufanda escocesa, cepillo de dientes, crema dental, un calzoncillo (con el que envolví el vaso), un libro tomado en préstamo de la Luis Ángel Arango, un paquete de pielroja recién comprado, dos encendedores, y la cámara digital de mi hermana.
Quiero dejar claro que lo del cuartico de whisky y el vaso hacían parte de los detalles de composición; lo mismo vale para el finísimo anorak tipo gabardina, y un poco menos para la bufanda, porque haga sol o lluvia, yo siempre, siempre llevo bufanda (un poco porque sufro de gripa crónica, y mucho porque estoy convencido de que la bufanda da caché).
Convencer a un amigo, y al primo, y a la novia del primo fue una tarea más bien fácil porque como primo y novia no viven en Bogotá y andaban de plan turístico, la idea les sonó desde el principio. ¡Claro!, pasado el atraco, ella declaró que una tía le había dicho que subir a Monserrate un sábado al medio día no era muy buena idea, porque era más bien peligroso.
Y ahí no para la cosa, porque cuando mi mamá se enteró, a eso de pasadas las nueve y algo de la noche, a ella “se le puso”.
A la altura de la quinta de Bolívar ya les habíamos tomado unos veinte metros de ventaja al par de tortolitos hablando no recuerdo de qué (me parece que, no, la verdad es que del susto lo olvidé). De pronto, de la nada salen cuatro tipos, nos rodean, uno de ellos me pone un puñal en el cuello y me dice que no me mueva, mientras que las otras tres joyitas levantan sus respectivas armas blancas, todo hay que decirlo, impecables y relucientes a la luz de un solasón implacable.
Yo me quedé de una pieza, supongo que palidísimo e incapaz de reaccionar, la mente en blanco; alguien me quito la maleta (Ahh, la maleta), y pasaron a ocuparse de mi amigo (su maleta, la billetera, sus libros, el libro, ¡la cámara de mi hermana!, !la cámara!) haciendo caso omiso de implorantes súplicas por sus papeles.
Cuando volvieron a ocuparse de mí, que para entonces algo había comenzado a reaccionar haciendo toda clase de ingenuas sumas e inevitables restas - Me quedan la billetera, la bufanda, los cigarrillos, el celular, el anorak, las llaves, el reloj y los audífonos -.
Ante mi absoluta falta de colaboración y franca indolencia, debidas un poco a mi temperamento ligeramente holgazán y otro mucho - recién ahora comienzo a sospechar (con cierto desconcierto y una algo vaga tristeza) - al puro y físico miedo, que como venía diciendo, comienzan a registrarme de afán y muy por encima, menos en los bolsillos laterales que esculcaron casi, casi hasta tocar mis muy encogidos cojones, mientras me espetaban por el celular y la billetera... Adiós llaves y monedas, - ¡A ver los celulares!, ¡A ver las billeteras! -. Adiós cigarrillos, adiós cel... Ahh, bueno... El celular logró salvarse, porque como acostumbro llevarlo al cinto - cual vulgar ejecutivo con ínfulas no sé muy bien si de paraco o yuppie -, además de cubierto por el saco, considerando que del susto no podía mover un dedo - Fue ver esos cuchillos y helárseme la sangre... -, la operación de retirarlo se les iba a ir más que complicando; pero adiós bill... y como el finísimo anorak me llega casi hasta medio muslo, ¡Se salvó la billetera!.
Y en un abrir y cerrar de ojos las cuatro pintas se daban a la fuga a través de un estrechísimo puente que ha de tener los años de los años - por ahí debió Bolívar pasar su horrible noche -. La maleta, el radio, la cámara; el cuarto de whisky, las libretas... - Y nadie hace nada -, me sacó al fin de mis cuentas mi amigo... - ¡Nos acaban de robar!, ¡que por favor alguien llame a la policía!; un espontáneo me entregó las llaves, unos cigarrillos - Ah bueno, por lo menos los cigarrillos -, y un par de monedas.
Un extranjero, que a lo mejor era el mismo que me devolvió los cigarrillos, nos dejó usar su celular; primo y novia nos preguntaron si estábamos bien; yo volvía a mirar como un idiota hacia el puente y a hacer una vez más caja menor, - los tres mil quinientos pesitos del almuerzo también se salvaron -.
- Bueno, pues sí-. La cámara, el libro, los papeles, la maleta, los libros, las gafas, la maleta, el periódico, las libretas... - ¿Y ahora? -
Lo que siguió fue bajar a la estación de policía, esperar a la patrulla, volver a subir, esperar a los agentes, tratar de meterme entre el puente - por lo menos los papeles, las libretas, las maletas -. ¡Nada de nada!
Volver a bajar, sacarle copia al denuncio; de nuevo en la estación, dejarlo debidamente diligenciado: Libro “Breve historia del siglo XX”, cámara fotográfica digital marca Kodak. 1 maleta verde. 1 sombrilla. 2 cuadernos de apuntes.
Por alguna razón olvidé mencionar el radio; para que no fueran a creer que soy un poquito beodo pasé por alto lo del cuartico de whisky y el vaso; la crema dental, el cepillo de dientes, el periódico y el descorchador los eché de menos más tarde. Los calzoncillos ídem.
Pasado el susto vino el gusto. Dejamos a los poco menos que aterrorizados turistas en la estación de transmilenio del museo del oro, - No vayan a creer, el centro no es tan peligroso; yo he vivido en Bogotá toda la vida y esta es la tercera vez que me atracan, tranquilos...¡Adiós y mucho gust...! -. Y a tratar de encontrar los libros que nos robaron... Una hora buscando y otra más regateando.
A las tres y cuarto medio almorzamos dos tristes tigres sendas pechugas con sabor a coca cola; volví a sacar plata del cajero y me fui a dar lo que esperaba sería el gran derroche: Concierto de la Filarmónica en el León de Greiff.
La entrada salió barata porque todavía conservo la identificación que me acredita como estudiante de literatura de la Nacional, bueno, por ese lado bien.
La fagotista de la que me estoy medio enamorando tocó en dos piezas, y aunque yo no veo un carajo de lejos y me gusta hacerme más bien atrás pero no tan en la porra, creo que coqueteó un par de veces conmigo, ¡ahhh!, por ése si mejor... Una novia fagotista; blanquísima; color de pelo entre caoba y rojo, teñido, y alisado a la fuerza; ojos de un verde intenso y generoso aunque discreto pecho.
Una vez me regaló un pase para entrar a no sé qué concierto. Es de la zona cafetera y simpatiquísima, las mujeres de allá (conozco a dos) parecen tener ese perfil, un tipo de belleza clásica entre agresivo y recatado que a mí me gusta hasta encantarme, y que... En fin, son muy bonitas, coquetas sin ser vulgares y, en últimas, simpatiquísimas.
Pero lo que fue el concierto, por más que bregué y bregué, no logré concentrarme; cerraba los ojos y veía los cuchillos encima mío.
Por cierto, la primera vez que me atracaron fue por los lados de la Nacional, así que como la tercera es la vencida, tal vez nunca jamás me vuelvan a atracar. ¡Convencidísimo!

2 Comments:

At 5:53 p. m., Blogger Radek said...

me gusta este estilo en primera persona, fresco, sin fingimientos e imposturas

 
At 5:49 p. m., Anonymous Anónimo said...

Tantas letras a veces espantan desde su solo avistamiento, pero cuando uno busca al autor entre sus líneas, de pronto termina enredado en la historia como entre las cuerdas de un fagot y la mirada esmeraldina de su dueña.
A.

 

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