12.6.07

La hospitalización




Transcurridas dos horas de que pasara el anestesiante efecto de la morfina, durante las que debí esperar muerto de frío en un pasillo anexo a urgencias a que se encontrara una habitación en la cual poder reposar al fin mi personal dolor y abatimiento, fui vuelto a incomodar para ser trasladado a un cuarto compartido por otros dos condenados a enfrentar los rigores y disciplina militares de lo que sería mi poco acogedora morada durante una interminable semana en la que ni siquiera pude fumar o recrearme con la vista de cosa distinta a un par de buitrones pertenecientes a la cocina, y un par de dependencias anexas.

Agotado por el trajín de la agitada noche, comenzaba a quedar dormido, cuando, al procurar reclinar mejor mi cabeza, aparece de repente ante mi torpe vista de recién descubierta miopía, a buena hora desprovista de sus gafas, el brumoso aunque repulsivo espectáculo del torso y nalgas de un hombre completamente en viringa, aprestándose para tomar un baño a la inverosímil hora de lo que calculaba, debían ser algo así como las tres de la mañana.

La cadena de absurdas circunstancias que se habían desatado no bien fui atropellado, no podía tratarse, sin duda alguna posible, más que de la terrible puesta en práctica de una confabulación sideral a gran escala, destinada a ensañarse contra mi pobre y agotada humanidad, que inútilmente procuraba por mantenerse preparada y atenta ante cualquier nueva eventualidad.
Bien lo había anticipado el horóscopo previsto para aquél aciago día, al que en mi afán por tomarme un par de tragos desoí torpemente. “Muchacho no salgas” alcanzó a advertir también Mamá; más yo hice un gesto y heme ahí, vencido por el sueño y a punto de perder mi honor y virilidad, a manos de vaya a saberse qué oscuro tipo de extravagante psicópata.

Cansado como estaba, procuré voltear todo mi cuerpo y acomodar de nuevo el píe en busca de procurarme una perspectiva menos desalentadora, haciendo ingentes esfuerzos por dejar muy bien cubierta una si bien es cierto muy poco agraciada retaguardia, magra y pálida, que sin embargo bien podría servir a que la ocasión hiciera al violador, provocando otro desagradable episodio del cual no poder lograr reponerme, pero del que gracias a la elevadísima dosis de excesiva morfina, nunca sabré si llegó a darse.
Aunque, bueno, la verdad sea dicha y dramatismos aparte, no creo.


Aturdido por una noche de perros, el despertar no fue ni mucho menos placentero. Ensañándose con lo que hubiera a la mano, la pesadilla continúo su inexorable marcha durante los días que siguieron, castigándome sin ningún tipo de piedad o compasión, con una sobredosis de televisión nacional que acabó por transformarme en un ente de mirada perdida, dócil y hasta casi se diría que suplicante.

Por si aquello fuera poco, la operación se posponía una y otra vez debido a que, gracias a una convención que tenía lugar en Cartagena, parecía no haber ni uno solo ortopedista disponible en toda Bogotá. El seguro sin pagar, la imposibilidad de ser traslado a ninguna parte, el riesgo de una operación que tardaba demasiado y comenzaba a complicarse.

La comida, aparte de escasa, nos era dispensada en un espantoso charol de metal con compartimentos adecuados para el deleite visual de cada una de las tres o cuatro frugales exquisiteces con las cuales se nos regalaba nuestro descomunal apetito, especialmente recetadas para una dieta de enfermos de cáncer, pero servida a horas tan irregulares y espaciadas que casi termino atragantándome con el primer desayuno, compuesto apenas por lo que parecía ser una changua sin cilantro, sal o cebolla, dos tristes pedazos de galletas sodas y un café con leche frío, acompañado por una poco apetitosa nata.

Al fin, en horas e la tarde, fui trasladado a cirugía. De reciente adquisición, el hospital estaba siendo remozado en muchas de sus áreas; así es que cielos rasos desconchados parecían estar a punto de venírseme encima en cualquier momento, camillas cubiertas por pesadas lonas parecían acumular polvo desde el inicio de los tiempos, amarillentas paredes que reclamaban a gritos una mano de pintura, pasaban a ser sustituidas sin formula de continuidad por el inconfundible olor a thiner y barniz, mezclado con formol, yodo y otros indistinguibles desinfectantes, haciendo de su conjunto un escenario más propio de hospital de campaña que otra cosa.

Al llegar al quirófano me encontré con una sala semidesierta de paredes y suelo deslustrados, que en uno de sus rincones dejaba ver una mancha de óxido, todo lo cual, para ser franco, dejaba mucho que desear respecto a las condiciones de asepsia que exigía un lugar del que con suerte alcanzaría a salir con vida, si bien acompañado de una pertinaz infección hospitalaria de la que quién sabe cuanto tiempo me iba a tomar deshacerme.

Una mesa de operaciones cubierta por una sábana raída y notorias manchas de lo que parecía sangre seca, me daría la bienvenida a una aparatosa operación que tuvo inconvenientes desde el principio.

De un momento a otro se me dio la orden de sentarme para que me fuera aplicada anestesia epidural, mejor conocida entre el común de los mortales como “la raquea”, y de la que por tener escasas referencias, comencé a albergar serias dudas respecto a la posibilidad de quedar inválido de por vida; anclado desde entonces a una muy poco estética y aparatosa silla de ruedas.
Así que a la par que comenzaba a aplicárseme yodo, comencé a sudar como un condenado a muerte, durante un procedimiento de lo más rutinario que por supuesto compliqué; la aguja se deslizaba a cada intento de un apurado e improvisado anestesiólogo que no hacía otra cosa distinta a la de maldecir su suerte, al tiempo que me apremiaba para que me calmara, volvía a limpiar los goterones de frío sudor, amenazando con que el especialista a cargo de ninguna manera me operaría en el estado de total crispación y pánico en que me hallaba.

Luego de tres intentos fallidos que prolongaron mi angustia durante una eternidad, por fin sentí como un chorro helado comenzaba a recorrer el último tramo de la columna, para instalarse en mis extremidades. -Ahora va a comenzar a sentir calor en las piernas, ¿Siente calor?; -Bueno, pues sí-, en efecto sentía calor. ¡Muévalas!, ¡Primero la izquierda y luego la derecha!, ¿Las siente?-
Y como duré un buen rato sintiéndolas, y aparte las movía con la habilidad de un gimnasta, por un instante llegó a considerarse la posibilidad de volverme a someter a la tortura de ser inyectado.

De naturaleza nerviosa, y proclive como soy a sufrir fuertes bajas de tensión por cualquier cosa, de milagro no caí desmallado.

Al final, anestesiado por completo de la cintura para abajo, comencé a ser preparado por una asistente que se quejaba de la falta de personal, mientras reclamaba que alguien le ayudara a sostener la pesada pierna, ¡Carajo!

Poco después de que apareciera el ortopedista y se diera al fin inicio a la intervención, comenzó a oírse una sucesión de canciones populares -comenzando por Juan Luís Guerra y rematando con Frank Sinatra, pasando por Aretha Franklin y Louis Armnstrog-, que lograron medio relajarme mientras que, acompasado por la caída de lo que parecían ser numerosos tornillos dentro de un recipiente metálico, alcanzaba a escuchar el esporádico ruido sordo de un taladro. Mucho alcancé a temer el que mi píe acabara convertido en un espantoso e inservible porta agujas.

No habría pasado más de media hora cuando de repente alguno de los enfermeros asistentes en funciones de novato anestesiólogo, costeño para más señas, volvió a soltar de repente -¡Mierda, nos dejaron sin agua!-. Y sí, a alguno de los albañiles se la había ocurrido la genial idea de cerrar el registro de la sala de cirugía; cosa que si no es por el airado reclamo de un heroico tío salido de sus casillas, váyase saber en qué va a parar todo el asunto y el resto de la muy discutible asepsia.

-¡Listo!-. -¿Voy a poder caminar?-; -Si, claro-. -¿Sin bastón?-, -¡Sin bastón!-. –Ahhh, ya, bueno-.
-Mire, su píe no va a ser el mismo de antes, porque todos los huesos frontales quedaron hechos polvo; pero caminar, queda caminando sin ningún tipo de ayuda.
Bueno, pensé, si lo de usar bastón quedaba descartado, por lo menos no iba a quedarme mutilado o cojo de por vida.

Y entonces decidió el buen doctor soltarme la brutal sentencia –todo hay que decirlo, literalmente con anestesia- que acabaría de amargarme el fin de semana y los siguientes días de una vez por todas: -El martes tengo que volver a intervenirlo y hacerle un lavado; eso sí, como el hueso quedó tanto tiempo expuesto, si llego a detectar el más mínimo riesgo de infección, tengo que amputarle el dedo…-

-¡¿Qué, qué?!-.

-El dedo, si hay infección, tengo que amputárselo-.

El martes; una nueva operación; no usar bastón; el seguro sin pagar, la imposibilidad de trasladarme… ¡Mi dedo!

Al menos cuatro días más en el mismísimo infierno, siguiendo una dieta rigurosa y bombardeado por todo tipo de calmantes, antibióticos y anticoagulantes administrados vía intravenosa cada cuatro horas; lo que me impedía conciliar un sueño medianamente ordenado, obligándome además a ponerme al corriente de cuanta porquería se trasmitía por un televisor virtualmente monopolizado por dos dementes, que muy a las siete de la mañana del día siguiente, comenzaron a hacer planes para ver Sábados Felices.

A eso de las nueve se me envió a que se me practicara un TAC con todas las de la ley; lo que me faltaba era resultar con un daño cerebral no previsto durante la primera inspección. Por fortuna, todo parecía estar en su lugar; además, pese a haber sido redecorado con un gusto más apropiado a un mafioso –siniestras simulaciones de vitrales, flores artificiales y desproporcionados corredores-, el hospital parecía no ser a fin de cuentas tan malo. Yo hubiera preferido San José o Palermo, una habitación individual siquiera; pero qué le iba a hacer, me podía dar por bien servido con que no fuera el temible San Pedro o hasta un antro peor, que por supuesto los hay, para colmo repletos, debido a una nueva crisis hospitalaria.

Una rutinaria sucesión de visitas se presentaba cada día, indagando por más detalles acerca del accidente; preguntaban y aconsejaban sobre cómo debía demandar y sacar algún tipo de beneficio del asunto, observando el píe como si ya estuviera ausente. Confundidas entre parientes y allegados de los otros dos pacientes, transformaban la habitación en un irrespirable horno de conversaciones entrecruzadas y buenos deseos, que terminaban por exasperar al más resignado a su suerte, produciéndole vertiginosos mareos y el secreto deseo de sacarlos a todos a patadas.
¿Qué iban a saber ellos nada de nuestra falta de sueño y continuos desvelos?; a las dos de la mañana, nos preguntamos alguna vez, ¿Dónde estaban?

Por supuesto que casi siempre permanecíamos en un estado febril, fáciles presas del desesperado deseo por salir de nuevo a la calle. Después de todo, las enfermeras no siempre eran tan bonitas o simpáticas en las noches; el tiempo transcurría exageradamente despacio; orinar era complicadísimo; y la comida, ni para qué volver siquiera a mencionarla.

Claro que había tenido que pasar por la vergüenza de ser bañado por un par de enfermeras de aspecto poco sensual, que de haber sido otras, otra bien distinta hubiera podido ser la cosa; por supuesto que al principio me vi forzado a orinar con la ayuda de un pato que terminé derramando encima de la cama, luego de lo cual comencé a padecer un comprensible estreñimiento. En suma, me limitaba a contemplar por la ventana el techo del edificio que gracias a mi hermana había sido mi postrera morada, con la incierta esperanza de regresar cuanto antes de nuevo a casa.

Con el paso de los días me vi forzado a trabar una relación más cordial con mis vecinos, particularmente con el psicópata de al lado, con quien no dejé de considerar sería poca cualquier tipo de prevención que pudiera salvar mi honor hacia el futuro; todo gracias a que el desgraciado insistía en hacer su rutinario striptease bien entrada la madrugada. Recién operado de un tumor en la cabeza, yo no esperaba otra cosa distinta a la de verlo aparecer provisto de un objeto corto punzante destinado a ponerle fin a nuestros días, no bien terminara sus prolongadas abluciones, dando inicio a una impecable carnicería, sin duda inspirada en Satanás y Campo Elías, libro y película de la que –al fin y al cabo recién estrenada- no dejaron de hablar en las noticias de entretenimiento y farándula de aquellos días.

Las enfermeras, sin embargo, no dejaban de tener y mostrar, algunas de ellas, sus traslúcidos encantos; bien dotadas de pechos y haciendo gala de unas muy bien contorneadas nalgas, el impecable uniforme de un blanco inmaculado dejaba entrever una exquisita lencería de encaje con la que alcancé a delirar más de una vez, a la espera de que quizá se me quisiera recompensar mi paciencia de santo, con una muy improbable e higiénica revolcada.

Perdida la esperanza, me conformaba con tener extensísimas conversaciones acerca de nada, pero que invariablemente tuvieron como punto de partida el saber qué seria de mi píe una vez quedara liberado de la incapacidad para caminar sin ayuda de muletas; no falto el descarado amigo que valiéndose de la misma excusa, procurara cortejar sin éxito al monumento de mujer que -recién me percataba durante su segunda y última vista-, me recibió en urgencias.

Puede que mis amigos no se compadecieran un ápice de mi penosa circunstancia, pero al menos sus visitas y llamadas lograban alegrarme y hacerme más llevadero el mal rato por el que pasaba.

No se vaya a creer que por atisbar de vez en cuando un soberbio escote, me encontrara rodado de una corte de ángeles; alguna que otra noche la celestial guardia cambió por la de un auxiliar sospechosamente amanerado, cuando no por la auténtica encarnación de aquella aterradora enfermera protagonista de “Misery”, de gigantescos pechos, mirada terrible y peor mano para las inyecciones, a la que le caí de lo más bien, luego de agradecer el que no me pinchara, mientras terminaba de hacerle coro a una de sus macabras bromas contra el desadaptado de al lado.

Con el paso de los días los pacientes también por fortuna cambiaban; una noche alcancé a tener el cuarto para mí solo hasta casi las dos de la madrugada, en que al fin logré coquetear más a gusto con una aprendiz a enfermera de buen ver, soltera, y juzgar por su conversación algo picante, singularmente fogosa y más bien recatada. Maná caído del cielo, abruptamente interrumpido por el ingreso de un nuevo vecino al que no tardé en saber le serían amputados tres dedos de su píe izquierdo, por agarrar una sífilis buscando lo que quizá no se le había perdido.

Otro de mis contertulios había cortado con una guadañadora tibia y peroné de un tajo; de no ser por la providencial aparición de un pelotón del ejército que le dio traslado a un hospital de inmediato, hubiera muerto desangrado. Víctima de un desastroso sistema de salud, llevaba más de seis meses rodando de un lugar a otro a la espera de ser operado, atado a un tutor que a estas alturas manejaba a la perfección, pero que por obvias razones requería de atención constante; su hermano había perdido una pierna de igual manera. Con todo, al punto de parecer sobrellevar la adversidad de estupenda manera, nunca le oí quejarse; se trataba de un casanareño recio, acostumbrado a pasar las duras y las maduras, poco habituado a las comodidades de un flojo de mis vergonzosas y hasta no sin razón muy reprochables características.

Luego de una segunda operación en condiciones más amables, en las que se me hizo firmar todo tipo de papeles y cláusulas, el dedo parecía haberse salvado. Como jugaba el Cúcuta, el costeño impartió la orden perentoria de ser trasladado a la habitación en el termino de la distancia; todos queríamos ver el partido, ¿O no? Se me daría de alta el jueves.

Pero como todo no ha de ser color de rosa, la anestesia, puesta esta vez sí por un experto, pareció quedar estancada en mis pudendas partes durante un periodo de tiempo tan prolongado que irremediablemente volví a entrar en pánico.
Del otrora vigoroso pajarito no quedaba más que una masa inerme y fofa de proporciones minúsculas, que se negaba a reaccionar al insistente contacto de la discreta compañera de más de una ajetreada jornada, empeñado como parecía estar en dejarla viuda y, al parecer, más sola que la una.

Poco ayudaba, es cierto, el que justo aquella noche fuera miss Misery quien volviera a estar de guardia, y que no habiendo de otra, fuera ella misma la que me sacara de dudas, al escuchar casi con singular deleite el que no sintiera mis nalgas.

-Esperemos una hora.

La hora fueron más bien dos muy mal contadas, sudando a mares y presa de una desesperación mayúscula ante la negra perspectiva que me ofrecía la suerte, por lo visto en justo castigo a empeñarme en continuar dándole tan poco práctico uso al alicaído juguetico.
Una y otra vez pellizcaba mis imperturbables nalgas en busca de una respuesta que aquella noche no se produjo, durante la que me debí quedar dormido, arropando con juntas manos lo que para entonces no era más que un triste trozo de carne más parecido a un inútil pedazo de plastilina.

El miércoles en la mañana un todavía acobardado ave fénix volvía a renacer de sus cenizas, convirtiendo a su desesperanzado dueño en algo más que un conforme amo de unos dominios que alcanzó considerar para siempre expropiados, y cuyas funciones esenciales al menos volvían a desempeñarse sin mayor novedad, salvo un muy leve esfuerzo inicial al orinar.

Un examen más riguroso y detallado habría que dejarlo para luego.