24.2.07

Una vuelta al vacío



La mañana debió comenzar muy pasadas las diez de lo que habría podido ser el principio de una nueva vida. Demasiado tarde como para pensar en que el gran cambio comenzaría a producirse ese día, una madrugada cualquiera -por lo demás idéntica a las otras-, de no ser porque su atribulada espalda comenzaba a resentir las intensas jornadas de maratónicos sueños.
Así que la extenuante actividad de reposado sosiego, otrora prolongada sin ningún tipo de conmiseración, debía ser suspendida luego de haber tenido que interrumpirla una y otra vez, durante ciclos que no podían durar más de cinco o diez minutos, provocando abruptos cambios en su ya de por sí inestable ánimo, que sin embargo aprovechaba para satisfacer la urgente necesidad de establecer novedosísimas aunque la verdad muy poco prácticas o tan siquiera cómodas posturas, que le permitieran mantenerse aislado del resto de los mortales durante otro breve rato.
Atrás habían quedado las olímpicas jornadas durante las que en otra época consiguió batir auténticos récords, porque el recién adquirido despertador, que entonces como ahora seguía sonando al lado de su oreja, por fin había logrado sacarlo de la exquisita cadena de cotidianos espejismos, fragmentarios reflejos de aquella otra irrealidad construida a su medida, de la que gracias a una indiscutible fuerza de voluntad, había podido mantenerse ausente.
Una vaga sensación de frustración al entreabrir los pesados párpados era la primera impresión real que a duras penas alcanzaba a percibir, seguida de un breve estiramiento de brazos, al tiempo que procuraba esforzarse en tratar de espabilarse mediante una lentísima sucesión de actividades ejecutadas con torpeza, consecuencia del súbito aturdimiento que aparecía no bien entreabría los ojos, enfrentándose por primera vez al revoltijo de emburujadas sábanas y cobijas, ahora entremezcladas con restos de lo que había vestido la víspera, todo junto esparcido por el suelo de una habitación envuelta en una sombría y perpetua penumbra.
La cotidiana brega por tratar de despertar; aquella inútil lucha contra el amargo sabor de su propia incapacidad para liberarse del cálido lecho, a la espera de ponerse al corriente con el curso natural de otro inútil nuevo día. Imprevisibles horas dejadas al azar de un destino que ya no le pertenecía.
Y pese a que lo mejor hubiera sido tomar una ducha corta, procurando evitar que el agua no se calentara demasiado -cosa que daría al traste con sus pasajeras intenciones de resarcir las perdidas horas-, la cuestión del baño no tardaba en volverse más que una pasmosa sucesión de leves estregadas bajo el chorro de agua hirviendo, que al cabo de un rato terminaban dejándolo más torpe y débil que tan siquiera limpio o medianamente fresco.
Preparar el desayuno solía ser una tarea fácil –¿Qué podía tener de complicado hervir un par de huevos, o calentar un pocillo de leche en el microondas?-, pero aguantar las ganas de prender el primer cigarrillo era -luego de dos o tres minutos de atarugarse a las malas de leche, pan y huevos-, una tentación tan fuerte que amenazaba con esfumar lo poco que había terminado por quedarle de sus originales propósitos; si fumaba, la tensión podía volver a subir hasta que las violáceas lucecitas fueran desapareciendo; si no lo hacía, una vaga sensación de ansiedad vuelta luego pánico podía comenzar a doblegar cualquier mínima intención de movimiento, hasta incluso provocar un estado de abulia que se prolongaría durante agotadoras horas de no lograr hacer nada, aparte de concentrarse en vestirse y medio pasarse la mano por la exuberante cabellera que de un tiempo para acá se había dejado crecer confiado en mejorar -por lo pronto sin mejores resultados- su patético aspecto de policía o miembro del ejército.
Luego vendría lo de pararse de la mesa cada tres minutos, contemplar un ventana que no daba a ninguna parte, y hacer y deshacer inciertos planes, hasta que al fin comenzara a tragar más saliva de la normal, llegado el momento de especular con la idea de almorzar entre las doce y media, una, o una y media.
Para entonces ya habría tenido la oportunidad de recrearse con la contemplación de más de una presentadora de farándula, burlándose quizá de alguna que otra orgullosa demostración de su perpetuo derroche de estupidez; asombrado ante la inexplicable fascinación que iba ejerciendo la ligera e inútil charla, que, a juzgar por el apasionado interés con que las veía y escuchaba, dejaba mucho que decir acerca de su propia simpleza y miserable condición de espectador conforme con una realidad que, mediados los generosos escotes y las infinitas piernas, de alguna u otra manera imaginaba espantosa.
Ya que lo de hojear unas cuantas revistas quedaba para por la tarde, y hoy no se le antojaba la idea de encender la televisión, modifica el plan de la mañana y calienta agua para afeitarse; toda la operación puede tomarle tres largos cuartos de hora, sumados los preámbulos de encender el radio, organizar su ropa, lavar la loza, asear otro poco el cuarto, darle una repasada a la camisa que combinaría con un pantalón a juego divinamente planchado; vestigios de un impecable e irreprochable buen gusto, al que de cuando en vez volvía a aferrarse buscando recuperar algo de sus perdida finura que insistía en asociar con una elegancia a la europea, heredada de su madre.
Afeitarse constituía una posibilidad que a menudo procuraba evitar por la enorme parafernalia que implicaba, amén de hervir una jarra de agua, preparar el jabón y aplicarlo con brocha, dando tres y hasta cuatro pasadas, con una de aquellas estupendas máquinas de cuchilla de las que ya no se usaban, y de la que tal y como iban las cosas pronto tendría que prescindir, herencia de su tío abuelo. En días así, solía sentirse como todo un César olímpico; en particular cuando se ungía el cuerpo entero con una finísima loción, de la que pronto, no quedaría más que el recuerdo.
Para cuando termine, con suerte habrán dado las doce; encenderá el tercer cigarrillo y, mientras espera a decidirse entre si ir a almorzar o ver el noticiero, nuestro galán de la sabana, preparar té. Pasados diez minutos de oír los titulares y las interminables propagandas, volverá a entrarle un sueño que bien podría volver a dejarlo rendido por lo menos otra hora y media de incómodo recogimiento; tiempo que dedicará a estar lo mejor arropado posible. Preparado para cualquier eventualidad que se le pudiera presentar, calzado por si las moscas.
Abrumado por el embotamiento y haciendo un esfuerzo enorme, irá a almorzar. Comerá sin ganas; con suerte logrará distraerse observando pasar el cortejo fúnebre de las tres; alguna que otra beldad criolla ataviada de manera más bien ejecutiva; chicas en plan de abortar a las carreras y alguna que otra coterránea con ínfulas de extranjera, sin planes específicos, pero con la firme intención de descrestar, siempre y cuando hiciera buen tiempo, en virtud a sacarle el mejor provecho posible a sus desproporcionados encantos.
Había sido una surte lograr encontrar aquel restaurante. Recién instalado en la nueva residencia del prolongado exilio, le había dado unas cuantas largas al asunto porque el lugar –con una funeraria a escasos pasos-, y el precio –un poco más elevado del corriente-, no lo convencían del todo; pero a los pocos días de dar vueltas por aquí y un poco más por allá, habilitaron la terraza del segundo piso. Así que sin proponérselo siquiera, logró que sus perpetuas vacaciones tuvieran un carácter más tropical, del que uno que otro día soleado, lograba hacerlo sentir un poco más turista y menos comprometido con la realidad que de costumbre; algo más a sus anchas, como quien dice.
Luego compraría un paquete de cigarrillos sin filtro, dedicándose a darle una vuelta a la manzana, acompasado por el paso lento y regular de los que ya no tenían mayor cosa que perder, mientras aguardaba ver consumido otro poco más de tiempo en la colilla casi a punto de consumirse entre sus remedos de dedos; la intención de irse abriendo camino entre la siesta de luego y lo que quedaría de la tarde.
La biblioteca que había sido motivo de arrogante orgullo, terminó por quedar relegada a un objeto inservible y estorboso, compuesto por dos ridículos anaqueles de doble cuerpo, cuyos tomos acumulaban tierra y comenzaban presentar inusuales muestras de deterioro; la compra de discos fue la única que procuró mantener de manera regular durante un par de años, al cabo de los cuales no tuvo más salida que desistir, a riesgo de quedarse sin un cuarto.
En vano hubiera podido querer huir del caluroso enero, ahora que de nuevo estaba ad portas de fatigar su cabeza con la idea de cobrar una inexistente quincena que al menos pudiera permitirle darse los acostumbrados gustos de niño bien, con los que fue encaprichándose a fuerza de practicarlos con entusiasta empeño años atrás, día tras día.
El cine ahora era un refugio que con escasa dificultad alcanzaba a poder costearse con la frecuencia de hasta dos y tres veces al día; de sus otrora celebres juergas –algunas de las cuales llegaron a alcanzar la proporción de extravagantes carnavales-, había pasado al consumo de una que otra ocasional cerveza, reservando las botellas de whisky y ginebra para ocasiones muy especiales, antes de las cuales, se veía obligado a unos prolongados períodos de abstinencia que lograban ponerlo irritable, a veces casi hasta el punto de sacarlo de quicio, y al fin y de repente, estallar en una incomprensible actitud de feroz descortesía con el primero que tuviera la mala idea de acercársele para entretenerse a expensas de su otrora animada compañía; así que de los tintos y el helado de chocolate con los que solía obsequiarse el postre de las tres de la tarde, debió limitarse a los tintos, y al fin, a tener que conformarse con un café casi helado, a fuerza de írsele enfriando durante toda una maratónica jornada procurando distraer la insana sensación de llevar un tiempo exageradamente largo de no hacer nada, aparte de leer y observar alguna que otra vez a la demás pasajera concurrencia de los cafés y salas de teatro.
El trayecto de vuelta, un ocasional postre, Internet y las revistas. La rutina de contemplar una ronda tras otra, la reiterativa oferta de la televisión por cable, hasta que al fin pudiera acampar del insomnio, hundiéndose en la avanzada noche.

5 Comments:

At 11:10 p. m., Anonymous Anónimo said...

Hola Senor DERROCHE!!!
Sus cuentos me han gustado tanto como los helados de chocolate o como poder dormir un poco mas cuando es la hora de levantarse...Usted es realmente de un gusto muy exquisito y creo en parte conocer el origen desde sus inicios (esto suena raro pero asi es)
...No tengo ningun estilo literario solo escribo lo que viene de mi corazon sin ponerle tanta razon...

Con una amiga muy querida hemos estado leyendo sus escritos y quiero tambien en nombre de ella decirle que su estilo es excelente!

Pronto le mandare una foto para que conozca a sus fans!


Un beso!

A que direccion electronica podriamos escribirle y enviarle una foto o un video corto?

mi correo electronico es dollyblue27@hotmail.com
no se arrepentira!

 
At 11:07 a. m., Anonymous Anónimo said...

Señor. Sus inconformes súplicas vagas conmueven al contacto inmediato. Mas, a ojos de un lector avezado, lo conmovedor pasa a ser (en poco tiempo) agua estancada en superficies acostumbradas a tanta escritura quejumbrosa.

 
At 5:43 p. m., Blogger Sr. Derroche said...

Estimado (a) Kata phusin:

Tiene usted razón; pero estos ejercicios no pretenden parecerse a otra cosa distinta a la de degustar un helado que, le concedo, pasado un tiempo puede llegar a resultar empalagoso.

Quizá una de mis debilidades sea quejarme, pero como el de criticar a la ligera, ¿sabe?, es un vicio difícil de dejar.

Asumiendo que se perfila usted como un (a) experto (a) en asuntos literarios, me extraña sin embargo el empleo de un seudónimo de naturaleza tan, digamos, ortodoxa.

Confío en que no esté tratando de sentar cátedra tan pronto, porque aquello de las aguas estancadas está tan trillado como figura literaria, que ni siquiera conmueve y hasta pareciera denotar cierto secreto rencor, que la verdad no encuentro justificado.

Cordial saludo,

Sr. Derroche

 
At 4:42 p. m., Blogger Radek said...

No podrías escribir un haiku y ya?

 
At 8:36 p. m., Blogger Sr. Derroche said...

Apreciado Radek:

Desafortunadamente creo estar inscrito en la tradición occidental.

Cordial saludo,

Sr. Derroche

 

Publicar un comentario

<< Home