3.6.07

El Accidente

Para Puckies y Dolly;
ellas saben bien por qué…



Supongo que luego de unos años más bien poco fructíferos, pero durante cuya etapa final se fueron generando nuevas aunque brumosas expectativas, había ido entrado en la fase de encapricharme con la vida de una manera algo banal y hasta si se quiere más bien ridícula, dijéramos insípida y tonta.

Conforme con muy poco, dejaba arrastrarme por días casi siempre grises o de calores destemplados, a veces verdaderamente agobiantes, de los que fue aflorando un carácter cínico de mediocre hombrecillo imperturbable pese a cualquier adversa circunstancia, en el que de haber hecho uso de un sentido común que resolví abandonar por completo, las cosas hubieran sido de otro modo. Sepultado quizá sin redención posible por el flemático profesor que no llegaré a ser, otra hubiera sido mi vida; casado a los treinta y pico, divorciado un par de años más tarde, con una temprana vocación de vago frustrada, y por si fuera poco, pese a mis ingentes esfuerzos como empleado asalariado, atestado de deudas para colmo de mis males.

Pese al cansancio de largas jornadas de extenuante aunque muy mal remunerado trabajo como hacedor de todo tipo de artículos y ensayos, durante dos de cuyas noches me fue imposible dormir, resolví atender la invitación que haciendo gala de una inesperada gentileza había tenido para conmigo el eterno compañero de juergas y parranda, para asistir a no sé qué inauguración de un bar esa noche; así es que pasadas las ocho me encontraba listo al fin para desempolvar mis poco útiles aprensiones a la falaz ceremonia de conveniencias y protocolos sociales que siempre terminaba por revolcarme el estómago, y en la que pasados diez minutos de intentar en vano hablar a los gritos con alguien, comenzaba invariablemente a arrepentirme y desear estar de nuevo en casa. Más sólo que la una, pero haciendo, escuchando y bebiendo lo que a bien tuviera en gana; situación que gracias a mi buena fortuna, con relativa frecuencia se presentaba.

No obstante al elevado precio de las bebidas y la entrada, y a que nunca me ha resultado muy atractiva la idea de encontrarme en lugares atestados de gente (vaya uno a saber por qué razón todo el mundo en Bogotá ha decidido comenzar a celebrar ocasiones especiales como aniversarios grados, despedidas y hasta bodas en lugares tan impersonales como restaurantes o bares) había algo que me llamaba poderosamente la atención desde que recibí la llamada; al fin y al cabo siempre había la posibilidad de refugiarse en algún discreto rincón para fumar y beber como dios manda, observando de cuando en vez los generosos escotes o las proverbiales nalgas de más de una distinguidísima fulana, que en situaciones como a la que planeaba asistir nunca podían faltar y de hecho nunca faltaban, y en las que tampoco se podía descartar la remota posibilidad de conocer una futura Dulcinea a la que pudiera cortejar a paso de tortuga; de la que fruto de pasadas experiencias, tenia la absoluta certeza de no ser muy bien correspondido aunque desde luego, al cabo de tres o cuatro semanas, terminara patética e irremediablemente enamorado, Consumido, además, por la a estas alturas más que razonable angustia de continuar prolongando una poco común soltería, con el paso de los años frecuentemente asociada, por propios y extraños, a una homosexualidad muy mal disimulada.

En rigor iba tarde, pero ¿qué quieren que les diga? Por alguna razón que desconozco, a reuniones masivas de este tipo –quizá con la esperanza de que se haya ido medio mundo- yo prefiero llegar tarde; así que sin saber muy bien cómo, resulto embolatándome y haciendo tonterías como la de considerar una y otra vez entre si comprar o no cigarrillos, afeitarme, embolar zapatos, cortar un poco las uñas, bañarme o simple y llanamente cambiar de ropa, o al menos de bufanda.
Resultado de todas aquellas especulaciones son tres o cuatro cigarrillos apenas iniciados, nuevas idas y venidas, un té bebido muy a medias y terminar por salir dejando tras de mí -escasamente perfumado y humedecido un poco el pelo- un contenido desorden de ropa desdoblada, zapatos tirados al azar y pantalones emburujados de cualquier manera; cerrado al fin, aunque a la fuerza, el remedo de improvisado clóset que en realidad es un baúl de mimbre, testigo mudo de mi monótono peregrinar de casa en casa.

Si hubiera salido a tiempo, o si hubiera comprado los cigarrillos, cuya adquisición decidí aplazar para más tarde; si incluso me hubiera detenido a prender un cuarto o quinto durante el recorrido al paradero de buses, tal vez la historia hubiera sido otra; pero qué iba yo a saber nada de lo que sucedería un par de minutos luego, mientras me afanaba en consultar el reloj, apurar otro poco el paso y tratar de ubicar mejor los auriculares de la radio portátil, al tiempo que le daba vueltas a un inservible encendedor que procuraba ocultar de cuando en vez entre mi mano.

Escasamente tendría tiempo para comprar el tiquete y alcanzar un servicio expreso que me permitiera llegar dentro de límites decentes a mi habitual demora, pensaba, mientras realizaba ingentes esfuerzos por observar que no hubiera una larga fila, que el semáforo para vehículos estuviera en rojo, y que el de peatones al fin diera vía libre a mi exagerado afán y para entonces ya larguísimos pasos.
Habría ganado algo así como la mitad del primer carril destinado a vehículos particulares, cuando de la nada -envistiendo la rodilla izquierda y pasando un gigantesco retrovisor a escasos centímetros de mi cara-, aparece lo que mucho después me sería descrito como un furgón de colosales proporciones que transportaba carne.

Paradójico final para cualquier vegetariano, con lo que hubiera quedado de mí, si el camión me hubiera dado de frente, habría materia prima suficiente para la elaboración de un steak tartar, si bien de difícil y complicada digestión -superado el inicial asco producido a aquellos no iniciados en el arte de devorase unos a otros-, diría que más bien un poco pasado de alcohol, demasiado tierno quizá, y, en síntesis, poco menos que aceptable resultado de una raquítica constitución, poco dada a los rigores del ejercicio y encaminada desde siempre a llevar una apacible vida de características poco prácticas y harto contemplativas, no desprovista sin embargo de uno que otro embeleco más propio de sibaritas.

A la par que los audífonos salían despedidos de mis orejas y un frenético zumbar de latas pasaba a mi lado, comencé a percibir el griterío histérico que presagiaba la catástrofe, mientras procuraba proteger mi preciado rostro valiéndome de ambos brazos, creyendo en vano alcanzar a evitar una muerte estúpida que se me antojaba segura.
Así que esto era todo, alcancé a pensar mientras caía desmayado, no tanto por el impacto de un golpe que evité muy a medias, sino más bien debido al susto que para aquél momento ya era el pavor de verme reducido a cenizas sin haber vivido lo bastante como para que, pese a mis continuos lamentos y reiteradas quejas, me hubiera hartado del todo en realidad.

Luego de permanecer inconsciente durante poco menos de cinco minutos, comencé a reaccionar ante el asombro y expectativa de un espontáneo público que, al ver como el para entonces algo más que magullado Lázaro súbitamente volvía en sí, no lograba dar crédito a sus ojos.
Curiosos apenas un segundo atrás apartados de la poco deseable probabilidad de tener el más mínimo contacto con la muerte, personificada brevemente en este pobre desvalido de pálidas facciones y mirada extraviada en el más allá, comenzaron a avanzar peligrosamente hacia un dolorosísimo más acá, formando un obsceno círculo de miradas concentradas en encontrar un imperceptible rastro de sangre que les diera algo que contar durante la cena, o a la hora del descanso de sus poco envidiables y agotadoras jornadas laborales.

Creo haber contemplado una luz cegadora desde la penumbra de lo que parecía ser una caverna; generoso anticipo de un bien ganado cielo en el que encontraría el eterno descanso y, al fin, la paz perpetua –que ahora imagino como la de estar sentado en una antigua cafetería con vista a San Pedro y panorámica parcial de la ciudad eterna-, especulaciones abruptamente interrumpidas por la repentina aparición de un oscuro retrato en el que mi amada parecía sonreír de manera casual y más bien indiferente a lo que me pasara, a cuya providencial visión comencé a procurar retomar mis viejas coordenadas. Procedimiento parecido al de ubicar de manera manual el dial de una emisora durante el que un pito pareciera haberse apoderado de mis oídos, para encontrarme al fin tendido en medio del bullicio de la calle, acompañado de un exaltado suspiro general que de alguna manera prolongaba el mío propio, al tiempo que intentaba sin suerte levantarme, y simultáneamente dirigía mi azorada mirada a los resplandecientes neones de lo que sabía era una pollería, al otro lado de la calle. El cielo y Roma deberían esperar otro poco más mientras tanto.

Un dolor afortunadamente indescriptible comenzó a apoderarse de mi pobre píe izquierdo, mientras comenzaba a indagar sobre la suerte que habrían podido correr mis escasos bienes en este mundo de maleantes y hampones en el que me tocó vivir, que ante tan excepcional ocasión, no creo que hubieran dudado un segundo en despojarme de billetera, celular, maleta o radio.
Pero como toda la fe no se puede perder en un día, perdido el cielo y con el dolor de un píe presumiblemente fracturado -el resto afortunadamente bien, gracias-, se me aseguró que al menos mis bienes materiales estaban a buen recaudo, acto seguido de lo cual me hicieron el favor de hacer descansar la cabeza sobre la maleta, aunque claro, teniendo la muy buena precaución de robar una bufanda, reciente regalo de cumpleaños.

Lo siguiente, ante la imposibilidad de levantarme, y ante la triste perspectiva de ser aplastado por una horda de imprudentes salvajes salidos súbitamente de la nada, por cierto cada vez más cerca de mi abatida humanidad, fue hacer ingentes esfuerzos por procurar disimular el dolor y hacer llamar de inmediato a mi hermana.
Por alguna razón que desconozco, aunque a todas luces ajena a la caridad cristiana, mi hermana decidió hacerse cargo de mí, de aquello ya vamos casi para un año, en el que, bueno, me he ido convirtiendo en algo así como la particular cruz que cada uno decide llevar a cuestas; porque muy a pesar de lo divertido y práctico que a veces pueda resultar vivir conmigo, admito que soportarme de manera permanente, no debe ni puede ser fácil, salvo que se haga acopio de incalculables cantidades de paciencia y tolerancia.

Así es que Puckies debió hacerse cargo de mi dramática situación, pasado el primer impacto que debió ser verme tendido en medio del asfalto, presa de dolores inenarrables; su angustia delatada por una asombrosa palidez y rostro desencajado, que presumiblemente debían hacer juego con el mío propio, confirmaban una vez más el lazo de estrecha consanguinidad que nos une desde nuestra más tierna infancia, así como la absoluta certeza de contar en cualquier eventual adversidad, el uno con el otro.

Debido a que gracias a una deliberada imprevisión había evitado pagar el seguro, insistí una y otra vez en que, o se me atendía por el seguro de accidentes que esperaba estuviera vigente, -para lo cual volví a cerciorarme de que no hubiera sido yo el imprudente en pasar por alto la luz roja-, o para completar la dicha, quedaría tan endeudado que ahora sí no habría más remedio que emplearme en lo que fuera para trabajar de sol a sol a sol, sin la más mínima posibilidad de sano y relajante esparcimiento. Adiós a los cafés, las exageradas caminatas sin rumbo y una muy voluntaria pérdida de tiempo; los cines, un dulcísimo hacer nada y la temporada de conciertos. Como si de la peor de mis pesadillas se tratara, todo aquello se evaporaba.

Abandonada la esperanza de la fiesta, no hubo más remedio que dejarme acomodar en la camilla, para ser conducido en ambulancia hacía una clínica situada a pocas cuadras. Según el primer diagnóstico de uno de los paramédicos, lo que tenía no podía tratarse más que un esguince, o a lo sumo, de una luxación poco grave. Prematuro diagnóstico ante el cual comencé a considerar que se habían tomado medidas exageradas; situación que si bien no dejó de parecerme un poco vergonzosa, también logró apaciguar mi excesiva angustia y ridículo pavor ante la posibilidad de una muerte no deseada. Al fin y al cabo, dos o tres horas más tarde saldría del hospital quizá con una venda, a lo mejor transitoriamente cojo (con una licencia incapacitatoria que me caía como del cielo) pero como si nada.

Una nube de enfermeros, médica y enfermeras se arremolinó en torno a mí, no bien entrado a urgencias. Todo de lo más normal hasta que me despojaron de un zapato que me hacía ver estrellas, luego de lo cual reinó un silencio sepulcral, para inmediatamente comenzar un despliegue de atropelladas órdenes y contra órdenes que volvieron a alterar mi apacible estado de paciente recién ingresado, del todo perturbado ante la perentoria voz que demandaba unas tijeras para cortar el pantalón, indicio suficiente para comenzar a sospechar que en realidad algo no marchaba.

La triste y cruda realidad me volvía a atropellar de frente por segunda vez aquella noche, al ver como de mi dedo gordo, salía un nuevo dedito como por arte de magia. ¿Es grave? Pregunté con un hilo de voz.
¡Era grave!, tal había sido la fuerza del impacto que la falange había reventado su coqueta envoltura para quedar expuesta su inmaculado color apenas moteado por finísimos visos escarlatas, deformando aun más el tosco pie que tal vez fruto de un nacimiento prematuro pareciera haber sido moldeado a las carreras.

Mientras las probabilidades de quedar cojo o mutilado se agolpaban en mi cabeza, pasó a suministrárseme morfina. Poco amigo de las drogas ilegales, y proclive a que la simple calada de un esmirriado porro de marihuana me provocara una baja de tensión que prácticamente me dejaba muerto en vida, sólo se me ocurrió indagar acerca de la posibilidad de desarrollar lo que consideraba como una de las más peligrosas y costosas adicciones a una droga emparentada con la heroína, cuya sola cabalgada me valió estar dormido por más de veinticuatro horas, al cabo de las cuales desperté con una sonrisa de placidez total que no creo volver a tener en lo que me reste de vida… Mi ingenuidad no tardaría en ser castigada con toda una serie de exámenes que al menos pudieran garantizar una condición física y sobre todo mental medianamente aceptables, para lo cual debí ser trasladado a rayos x, atravesando el depósito de cadáveres y un parqueadero al aire libre, escasamente ataviado por unos tenues interiores y una cobija del grosor de una minúscula tela de cebolla.

Algún efecto aparte de calmar el dolor lograba comenzaba a hacer en mí la morfina, porque no obstante al frío intolerable, comencé a contemplar la muy atractiva idea de tener que usar bastón de por vida; obligada circunstancia que sin lugar a dudas terminaría otorgando a su portador una suerte de respetable y patriarcal aspecto, no desprovisto de elegantísima finura e incuestionable caché, gracias a la que largos años en procura de alcanzar la edad provecta serían al fin recompensados con un precoz anticipo, al que so pena de caer en el más ominoso de los ridículos nunca jamás habría siquiera contemplado la posibilidad real de llevarlo a la práctica.

De tal suerte trocaba mi propia fatalidad en la inconfesable dicha que sería el verme irreparablemente atado desde ahora y hasta el fin de mis días, por el palito de finísima madera y sobria empuñadura, gracias al cual se me cedería el puesto en cualquier tipo de actividad pública y mucho más privada; evitando de una vez y para siempre la fatiga que desde tiempos inmemoriales ha representando el tener que permanecer de píe, habiendo la posibilidad de permanecer tranquila y dulcemente sentado.

4 Comments:

At 2:39 p. m., Blogger Radek said...

Ya leí su nueva entrada, le sigo deseando los mejores deseos (jejeje), una pronta recuperación, pero no sé qué pensar del bastón ...

 
At 5:31 p. m., Blogger Sr. Derroche said...

Estimado Radek:

A pesar de agradecer todo tipo de comentarios, la intensión de éste modesto espacio no creo que sea el de convertirlo en una inapropiada sala de Chat. Para eso le ruego dirigirse a http://srderroche.hi5.com

Cordial saludo,

Sr. Derroche

 
At 7:14 p. m., Blogger Titania said...

Hasta hace poco me enteré del accidente y bueno, sólo espero que se recupere pronto. Ah, y que no tenga que usar bastón, por supuesto.

 
At 5:38 p. m., Anonymous Anónimo said...

Una vez asesinada la común y vulgar curiosidad de saber lo que pasó, sólo tejo y tejo múltiples imágenes de tu recuerdo.
A.

 

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